11.10.09

Un prólogo

Por una historia que comenzó con un post que publiqué hace años en "Cosas de Jota", resulta que los editores de la colección "Tinta en serie", en especial Rodrigo Soto, me ofrecieron el inmenso honor de prologar un inédito de Carmen Lyra.

Hoy Áncora da cuenta de la publicación por medio de un artículo de Rodrigo y además, me han ofrecido un pequeño espacio para expresarme libremente. A todos se les agradece. A continuación el prólogo del libro que saldrá próximamente.

PRÓLOGO

Hay cosas que pasan;
Que pasan del todo
para volver a ser!
Carlos Luis Sáenz
[1]

Había una vez, en el muy pueblerino San José de hace unos noventa años, un señor que a pesar de su carácter modesto y reservado, fue conocido y admirado por muchos. Sabían de él en Desamparados y en Madrid, en Aserrí y en Buenos Aires, también se le respetaba y se le quería en Bogotá, en Lima, en Santiago, en México y hasta en Paris. Este señor tenía muchos amigos por el mundo en una época en que Facebook no podía ni siquiera ser imaginado por los más esforzados émulos de Julio Verne. Pero el nombre de aquel señor tan conocido sí lo podrán adivinar algunos de ustedes, porque dichosamente ha quedado grabado en muchas memorias y las señas que he dado podrían resultarles familiares: Le decían don Joaco, o también Jota, pero su nombre completo era Joaquín García Monge.

Él fue muy famoso como educador, literato y editor, pero sobre todo por ser el artífice quijotesco y magnífico de una revista que en su tiempo fue de lo mejor que se publicó en Latinoamérica: El Repertorio Americano. Este nombre hoy es mítico e incluso me atrevería a asegurar que no ha conseguido ser superado en reconocimiento ni en trayectoria por ninguna otra publicación regular salida de las imprentas costarricenses. Y es que durante cuarenta años, El Repertorio recogió y divulgó los mejores aportes del pensamiento hispanoamericano en los campos de las artes y las letras, la educación, la filosofía y las ciencias. Su vocación fue a la vez iluminista e hispanista y eso convirtió a la revista en bastión de grandes causas y tribuna para excelsas plumas, lo que naturalmente generó también, con alguna frecuencia, acerbas polémicas.

El estatus de don Joaquín como intelectual de enorme cultura, su carácter afable y generoso y la importancia de sus publicaciones, hicieron que mucha gente se le acercara, especialmente artistas y jóvenes escritores. Éstos a menudo le llevaron textos con el propósito de que él les diera su opinión, o bien con la esperanza de que fueran acogidos en alguna de sus colecciones editoriales o acaso en las páginas del Repertorio. Probablemente fue de ese modo que llegaron a manos de don Joaquín, cuatro cuadernillos conteniendo el manuscrito de una obrita teatral de quien fuera ante todo una gran amiga para él: María Luisa Carvajal, mejor conocida como Carmen Lyra. Esta destacada mujer no requiere ninguna presentación, ya que es muy recordada como educadora, articulista de “ironía lacerante”
[2], narradora magistral ‑particularmente consagrada a la literatura infantil- y como infatigable luchadora social en múltiples frentes. Tanto es así, que en 1976 fue declarada Benemérita de la Patria y recientemente fue reconocida como una de las cien personalidades latinoamericanas más influyentes de la historia[3]. También existe un Premio Carmen Lyra de novela juvenil otorgado por la Editorial Costa Rica; una biblioteca infantil y dos escuelas llevan su nombre; e incluso pronto veremos su efigie en los nuevos billetes de cincuenta mil colones (¡los más caros!)[4].

Pero el manuscrito al que nos referimos sí exige una introducción, porque se trata de una obra dramática que hasta donde sabemos no solo quedó inédita, sino que durante muchos años también se consideró perdida. Carmen Lyra la tituló “Había una vez…”, y si bien no tiene una fecha cierta de escritura, es muy probable que haya sido concluida, tal como veremos adelante, en 1919. Por lo demás, se trata de una obra en tres actos y fue definida por su autora como “comedia tica”. Partiendo del título y de lo mucho que se hablado de Carmen Lyra en tanto que autora de literatura infantil, alguno podría pensar que es una pieza dedicada a ese segmento del público, pero yo diría que probablemente sea mejor comprendida por personas de más edad: de pre-adolescentes en adelante. Sin embargo, desde un punto de vista literario no diré más, ni entraré a analizar sus méritos o características, porque no soy especialista en literatura, ni tampoco en teatro. Esa es una labor que le corresponde, idóneamente, a verdaderos estudiosos de esas temáticas.

Si se preguntan por qué entonces me ha correspondido el honor de prologar un libro que da a conocer la obra inédita de una gran autora nacional, debo decir que fue, en primer término, por pura suerte. Un capricho del destino dispuso que fuera yo nieto de don Joaquín y que de paso me interesara por sus cosas, al punto que desde hace algunos años he ido nutriendo un blog o bitácora dedicado a su figura, que precisamente he bautizado “Cosas de Jota”. Ahí he publicado anécdotas, fotografías, cartas y textos poco conocidos pertenecientes al archivo de mi abuelo o alusivos a su obra. Así mismo, también he llegado a hacer alguna labor que, estirando mucho el concepto, podría catalogarse de “investigación histórica”, pero que en el fondo no tiene más pretensión que la de ser un hobby que me permite bucear en el pasado a través del archivo, en busca de datos curiosos o piezas interesantes. Esas inmersiones, más que suscitar respuestas a alguna inquietud personal, despiertan en mí interrogantes que dan pie a elucubraciones diversas que luego resumo y reporto en mi bitácora.

El archivo al que hice referencia líneas atrás, fue el que organizó mi padre en vida con la disciplina, el cuidado y la paciencia que lo caracterizaron siempre. Prácticamente todos los documentos que pertenecieron a mi abuelo y que han resistido la ruina de los años, quedaron clasificados en carpetas gracias a la diligente labor de mi progenitor, don Eugenio García Carrillo. Fue revisando una de ellas, que tuve la dicha de dar con los cuatro cuadernillos escolares que componen el manuscrito de “Había una vez…”. Aunque su color añil original había palidecido con el tiempo y algún comején los había horadado de lado a lado, su estado general era muy bueno, permitiendo una lectura integral a quien quisiera descifrar la rápida cursiva de la autora. En sí, mi hallazgo no tiene más mérito que el que me acredita como persona curiosa, pero fue un hecho relevante que quise
reportar al público en mi blog hace unos tres años, con la explícita esperanza de que “Ojalá alguien se interesara en publicar la obrita y en hacer un montaje teatral”. Sin embargo, debo reconocer que ese anuncio fue poco adecuado y azaroso dada la importancia del redescubrimiento[5] en comparación con la insignificancia de mi blog en términos de frecuentación. Fue una acción similar a la de lanzar una botella al mar con un importante mensaje, cuando lo que correspondía era una iniciativa mucho más enérgica, algo así como un echarse a nado en aguas mediáticas, académicas e institucionales con el fin de difundir mejor aquel mensaje.

Para dicha nuestra y de las letras nacionales, “la botella” no se hundió y éste año fue rescatada por el escritor y cineasta Rodrigo Soto, quien está asociado al proyecto editorial de Si Productores, denominado Tinta en Serie y dedicado a la publicación de textos de género dramático. Fue él quien tuvo la sensibilidad y la disposición necesarias para responder a mi llamado. Con el presente libro mi deseo queda parcialmente satisfecho, ahora solo resta que alguien se proponga insuflarle vida en las tablas, cosa que seguramente no tardará en ocurrir gracias a esta publicación. En todo caso, esa es la firme esperanza que deposito en ella. El empeño de los editores y de Rodrigo Soto en particular para hacerla realidad, así como su gentil ofrecimiento para que fuera yo quien prologara este libro, me colocan en deuda hacia ellos, razón por la cual aprovecho también este espacio para hacer patente mi gratitud.

Lo que para mí sigue siendo un absoluto misterio es, por un lado el o los motivos que hicieron que don Joaquín no publicara la obra y, por otro, las razones que llevaron a mi padre a no promoverla, como sí lo hizo con otros documentos del archivo. ¿Falta de tiempo? ¿De interés? ¿De recursos? ¿Problemas de derechos de autor? No lo sé con certeza, en todo caso, creo que ganas no le faltaron porque suficientes indicios apuntan en esa dirección. Así por ejemplo, fue él quien asumió la engorrosa tarea de transcribir a máquina el manuscrito original y quien también llegó a redactar un articulito donde explicaba su descubrimiento. Pero suponemos que este texto tampoco vio la luz por alguna razón, ya que hasta ahora no hemos encontrado ningún recorte de prensa o ejemplar publicado, sino únicamente un borrador que él tituló así: “El cuento-comedia de Carmen Lira perdido y hallado”. Por ser esclarecedor en cuanto a otros aspectos relacionados con ésta obra, así como con respecto a la relación de amistad que unían a don Joaquín con Carmen Lyra y también como modesto homenaje al trabajo de mi padre, me tomo la libertad de reproducir aquí dicho artículo, como ya antes lo había hecho en mi blog:

El cuento-comedia de Carmen Lira perdido y hallado

“En Santiago de Chile, a principios de siglo, parece que don Joaquín García Monge vivía en una modesta Pensión de la calle Carmen. El tranvía 7 recorría las calles Recoleta-Carmen-Lira, y cuando doña María Isabel Carvajal pensó usar seudónimo para sus famosos “Cuentos de mi Tía Panchita” editados por la primera vez en 1920 en las ediciones de García Monge, éste le aconsejó el de Carmen Lira, recordando sus días santiaguinos, pero María Isabel tenía una clave para los nombres y dedujo que Lira debía escribirse con “y” pues 'del otro modo resulta un nombre con mala suerte'.

En el libro que don Carlos Luis Sáenz y doña Luisa González escribieron sobre la cuentista, se afirma lo siguiente:

'Uno de los mejores resultados de la cátedra de Literatura Infantil que desempeñó en la Escuela Normal de Costa Rica fueron sus obras de teatro para niños… Carmen Lira fue la introductora y la creadora, en nuestro país, del teatro destinado al público infantil… completan su obra teatral dos obritas… (que se han perdido): “La Niña Sol” y “Había una Vez…'


Posiblemente en los tiempos de la Escuela Normal, la señora Carvajal le dio a García Monge 4 cuadernillos escritos de su puño y letra, con muchas correcciones, con el texto original de “Había una Vez”… García Monge anunció su próxima entrega a la vez que publicaba los “Cuentos de mi Tía Panchita”. El hallazgo del original de éste cuento-comedia entre los papeles de García Monge permite enmendar lo afirmado en el libro citado. Por alguna razón quedó inédito.

El tema de la obrita es sencillo pero al mismo tiempo atractivo. Es como la introducción a un cuento; en substitución de él se relata el suceso en que intervienen los personajes de la comedia. La acción pasa en dos escenarios, el de la casa pobre en que se vive feliz y el de la casa rica con sus obligaciones triviales. Hay pues dos vertientes de que se sirve la autora para poner sobre el tapete un tema social. Queda así aclarado las variantes del seudónimo de la señora Carvajal y en dónde se halla el cuento-comedia perdido, o supuesto tal”.


Para mí, éste texto bastaría para prologar la presente publicación de forma concisa y por ello, ahora que lo he reproducido, no quisiera extenderme más de lo debido. Únicamente haré dos acotaciones con respecto a lo que ahí se explica. Primeramente, me parece justo subrayar el papel de don Joaquín en el afianzamiento de Carmen Lyra como autora. Varias de las narraciones que componen “Los Cuentos de mi tía Panchita” aparecieron inicialmente en 1918 en la revista “Lecturas
[6] de Leonardo Montalván, pero fue don Joaquín quien las recogió en un solo volumen. Éste fue publicado por primera vez a comienzos de 1920 en su colección Ediciones de autores costarricenses[7] y luego nuevamente en 1922 en la colección El convivio de los niños, dándole así un significativo empuje a la carrera literaria de Carmen Lyra. La mención que hace mi padre del anuncio que hizo don Joaquín sobre la próxima entrega de “Había una vez…”, está referida al tomito de 1920. Al dorso de su portada aparece un corto listado de libros por venir y algún lapsus hizo escribir a don Joaquín: “Carmen Lira: Erase una vez…”. Lo que tal vez mi progenitor no vio, es que hubo un aviso previo aún más elocuente, el cual permite afirmar con mayor exactitud que esa obra no es posterior a 1919. Dicho aviso lo encontramos en el Repertorio del 15 de diciembre de ese año, en un pequeño aparte titulado “Ya en prensa”. Dice así: “Dos obritas de autores costarricenses ya están en prensa: ‘Había una vez’…, de Carmen Lira y ‘En el taller de Platero’ de Rómulo Tovar. Es la ofrenda de navidad de los dos distinguidos escritores a sus muchos lectores y amigos. Serán editados por los señores García Monge y Cía. Punto de venta: Librería Tormo”. Para el 15 de setiembre de 1920, el Repertorio anuncia por primera vez la venta de libros de la colección “Ediciones de Autores Centroamericanos”. Ahí se incluye el libro de Tovar (con fecha de 1919), pero el único de Carmen Lyra que figura en lista es el de “Los Cuentos de mi tía Panchita”. A partir de ese momento desaparecen completamente todas las referencias a una próxima publicación de “Había un vez…”, con lo cual la “ofrenda de navidad” de Carmen Lyra quedó desde entonces en el limbo. Quizás hubo algún problema financiero o técnico que impidió continuar con el proyecto; o bien puede ser, que dado el éxito inmediato de “Los Cuentos de mi tía Panchita”, don Joaquín prefiriera privilegiar a otros autores; o tal vez, que la misma Carmen Lyra le haya pedido posponer in extremis la impresión de “Había un vez…”, para poder manejar de forma más estratégica, todo lo relacionado con su exitoso libro. Pero sea lo que haya sido, mi única certeza es la de no conocer, hasta hoy, la razón o razones del abandono de la publicación.

El segundo punto que quiero acotar es quizás más anecdótico, pero no desprovisto de encanto “lýrico”. Es el que se refiere al uso de la “i” por parte de Carmen Lyra. Así como ella le expresó a don Joaquín su deseo de que Lira se escribiera con “y”
[8], porque del otro modo le traería “mala suerte”, seguramente ‑y esto es pura especulación mía- el escribir esa letra donde normalmente correspondería, también sería causal de infortunio. Así, el manuscrito presenta la extraña característica de que la mayor parte de las “y” (en su función de conjunción copulativa) fueron moldeadas como “i”. Sin embargo la autora, al firmar la obra, extrañamente no respetó la norma que se había fijado para escribir su propio seudónimo y firmó como “Carmen Lira[9]. Puesto que en esta primera edición se optó por normalizar el texto para efectos de facilitar su lectura y de respetar las convenciones gramaticales, las “y” volvieron a su lugar tal como lo exige la regla. Crucemos entonces los dedos “i” esperemos que no caiga ninguna mala sombra sobre esta publicación, que sin lugar a dudas representa una interesante contribución a la historia de la literatura nacional.

Y “colorín colorado”… Este cuento apenas comienza. Que sean ahora los especialistas quienes hagan la exégesis de la obra y la comenten… Que sean los teatreros quienes la monten… Que sean los críticos quienes la califiquen. Pero sobre todo, que sea usted, estimado lector o lectora, y quizás también sus hijos, los primeros llamados a disfrutar de ella, porque en su trama sencilla hay mucha ternura, sabiduría e incluso poesía, pero también una justa crítica a situaciones sociales que en el fondo son aún factibles.

Eugenio García Chinchilla
San José, 2 de setiembre del 2009

http://www.cosasdejota.blogspot.com/

[1] Versos iniciales del poema: “A Carmen Lira”, con motivo de la publicación de “Los Cuentos de mi tía Panchita”. Repertorio Americano (Rep.Ame.). 15 de abril de 1920.

[2] Según escribió Luisa Gonzales, citada por Eduardo Muñoz en su artículo “Carmen Lyra sigue siendo un tabú”. Semanario Universidad (de Costa Rica), edición del 2 al 8 de setiembre del 2009.

[3] De acuerdo a la organización multilateral “Capital Americana de la Cultura” (http://www.cac-acc.org/). El otro costarricense presente en esa lista es José Figueres Ferrer. Ello es quizás una aleccionadora ironía del destino, porque ambos personajes militaron en bandos opuestos en la guerra del 48, cuyo desenlace llevó a Carmen Lyra a un doloroso exilio en México del que únicamente volvió en ataúd.

[4] Teniendo en cuenta la inclaudicable trayectoria revolucionaria y anticapitalista de Carmen Lyra, seguramente esta nueva forma de reconocimiento o de desagravio que le brinda ahora la patria, no hubiera sido para nada de su gusto. O quizás ella habría dicho con humor que hubiera preferido aparecer en los de mil, de acceso relativamente más frecuente para niños y personas humildes.

[5] Lo defino así porque evidentemente fue mi padre quien primero encontró la obra.

[6] Según lo refiere Carlos Perez Treasy en Rep. Ame. 16 de enero de 1922. También la Dra. Margarita Rojas Gonzales ha hecho un interesante estudio donde menciona esa revista: “Las aventuras de tío conejo en libros y revistas costarricenses de la primera mitad del siglo XX”. (Se encuentra en internet). Ahí ella escribe: “No obstante, cuando tío Conejo debuta en la revista Lecturas ya estaba grande, pues su nacimiento es todavía anterior: cinco años antes, en San Selerín, la revista infantil dirigida por Carmen Lyra y Lilia González”. Vale la pena leer este estudio para darse una idea muy precisa sobre esos temas.

[7] Un poco más tarde, ese mismo año de 1920, la colección cambió de nombre y fue conocida como “Ediciones de autores centroamericanos”.

[8] La fuente de esa historia referida por mi padre es una nota que Carmen Lyra le envió a don Joaquín, presumiblemente en 1925. Tal vez para 1919, Carmen Lyra aún no había formulado la “deducción” sobre la ortografía de su seudónimo. En junio del 2006 reproduje en “Cosas de Jota” la imagen de aquella nota.

[9] Ello resulta curioso por partida doble, ya que Carmen Lyra tampoco estampó su rúbrica al final del texto, como es lo usual, sino al inicio del tercer acto (que justamente inaugura el cuarto cuaderno). ¿Respondería esto alguna otra forma de superstición?
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Por cierto, poniéndole los links a esta versión de internet de este prólogo me encontré una réplica al artículo citado en la nota 2. Vale la pena conocerla.

4.9.09

Detrás del lente

El siguiente es el texto que preparé como presentación para mi actual exposición de fotografía "Cuadrante Sur".

Detrás del lente

En unas fotos en blanco y negro que datan de hace medio siglo y que aún conserva mi madre, se ve la humilde casa de madera que ella habitó en Barrio Bolívar durante tres años. Esas imágenes que hablan de la historia de mi familia en un tiempo anterior a mi propio nacimiento, siempre han tenido un fuerte poder evocador para mí. Puede ser que esa sea también la razón por la cual desde pequeño me llamaron la atención los barrios del sur de la capital, especialmente aquellos ubicados un poco hacia el suroeste: Barrio Bolívar, Barrio Los Ángeles, Almendares, Barrio Cuba y Cristo Rey (antiguamente Barrio Keith).

Ésta muestra fotográfica, bautizada “Cuadrante Sur”, pertenece a una colección más amplia de fotografías de esas barriadas que comencé a tomar aproximadamente hace un año y que aún hoy sigue creciendo, por lo que la escogencia del material no me fue fácil. A través de ellas he pretendido capturar momentos de la vida cotidiana de estos barrios, a veces con mirada irónica o crítica y otras ‑las más espero- con ternura y cierta poesía. Muchas de las fotos son retratos de entrañables personajes que fui encontrando y conociendo en mis paseos por esas calles. Otras son simplemente imágenes de detalles diversos que captaron mi interés, ya sea porque describen de algún modo la que fue o sigue siendo la historia de esos lugares, o bien porque me resultaban atrayentes por razones estrictamente fotográficas: una composición a mi juicio interesante, un juego de luces particular, una relación de colores inesperada.

La crónica de malos sucesos y los prejuicios, muchas veces nos han llevado a ver con aprehensión estos modestos barrios que se cuentan entre los más antiguos de San José. Sin embargo, ellos tienen una vida social pletórica de comunicación, tolerancia, solidaridad y calidez humana, a menudo ausente de otros lugares y de la cual habría mucho que aprender. Obviamente esto no niega que haya también ahí evidentes y alarmantes muestras de descomposición social, pero ello no debería llevarnos a desarrollar miedo, o peor aún, indiferencia, sino todo lo contrario: debería motivarnos a tender una mano amiga del modo que esté a nuestro alcance.

En cuanto a su fondo y forma, esta muestra fotográfica no pretende ser un estudio sociológico; no aspira a ser un ensayo fotográfico con inicio, desarrollo y final (aunque naturalmente incluye algunos temas secuenciados); ni está pensado con los códigos del foto reportaje; y tampoco busca expresarse a través impostaciones artísticas de orden conceptual. Creo que mis fotos retratan tanto lo que capto con mi cámara como mi propia forma de entender la fotografía, es decir, como la construcción de una imagen que aspira a sustentarse por sí misma, sin recurrir al andamiaje intelectual sobre el que suelen apoyarse cierto tipo de propuestas contemporáneas.

Desde un punto de vista técnico, he tratado de evitar al máximo la sofisticación y el artificio tan omnipresentes en la fotografía digital. Puede ser que ciertos procedimientos efectistas se presten bien para propósitos comerciales o de impacto artístico, pero me parecen desplazados para un tipo de fotografía más orientado a lo documental como en este caso. Por todo ello he querido limitarme a las fronteras de un mundo fotográfico tan sencillo como humano, tan cotidiano como atrayente, y finalmente colorido pero no folclórico. Tengo la esperanza de que al igual que aquellas fotos familiares que mencioné antes me llevaron a interesarme por estos lugares y a desarrollar mi cariño hacia ellos, las que ahora presento lleven al espectador a algo semejante, o que al menos contribuyan a un mejor conocimiento de la realidad que retratan.

Solo me resta expresar mi público agradecimiento a todas aquellas personas que he podido fotografiar en mis andanzas. Igualmente deseo agradecer en particular a
Carlos Vargas y a Ecole Experience por su generosidad al haberme ofrecido los muros de su local para exhibir mi trabajo y brindar apoyo logístico; a Inés Gutiérrez por su ayuda incondicional y por las facilidades ofrecidas para enmarcar las fotos de forma simple y económica pero elegante; a la poetisa Silvia Piranesi por su constancia en el seguimiento de mi obra, lo que indudablemente ha sido muy motivador para mí. Es por esa razón que también le he pedido un texto corto inspirado en el material de esta exposición y ella ha respondido con una pieza literaria que me ha gustado muchísimo. Así mismo, deseo agradecer a Dimacolor por su gran ayuda con las impresiones fotográficas y felicitarlos por el excelente resultado. Pero sobre todo deseo agradecerle, a usted visitante, por su interés, ya que sin su presencia aquí mi esfuerzo sería inútil y carente de sentido. Espero que la exposición sea de su agrado y queda invitado o invitada a dejar sus impresiones por escrito en la bitácora. Esa retroalimentación me será de mucha ayuda para evaluar mi propio trabajo y eventualmente para mejorarlo en todos aquellos aspectos que estén a mi alcance, según sus observaciones y comentarios.

Por lo demás, también queda cordialmente invitado a visitar mi fotoblog (
http://www.tintaluz.blogspot.com/) donde se pueden apreciar otros trabajos fotográficos de mi autoría y donde también podrá, si así lo desea, consignar sus apreciaciones.

Eugenio García
San José, 2009

Actualización al 16 de setiembre: Como complemento del texto anterior, incluyo ahora el que con tanto acierto y tan gentilmente preparó Silvia (con su autorización).

Cuadrante Sur

Las cosas cambian de color cuando las vemos. Pasar por el barrio y detenerse, cambia el color de las cosas. La mañana comienza sola, calurosa. El sol tiene color de cielo al descubierto y las estructuras verticales tienen el color de lo que decimos. Las ventanas reposan balanceadas, oscuras y rotundas. También se balancea la estructura ósea de la creencia, la fe vivida. Busco siempre tu interpretación del retrato, los detalles del agua que se nos esconden detrás de la calle, abrir o cerrar los ojos, la vertiente histórica de un pedazo de tierra. Hay niños toros, sanguíneos, nada mudos. Las señoras amanecidas transitan lentas, tranquilas, con conocimiento de dios en las pupilas. Hay días que pasan, habitan espaldas, infancias rotas, nombradas. El barrio cuadrante de lo que vemos, pensamos, caminamos para divertir al día, o al pavimento color aserrín de las puertas. Aquí se escribe en rojo y en público. Decir que esta pareja le apuesta al buen tiempo y ver al tiempo en los rieles. Decir que no dormitan los negocios ni el alambre, que se asoman sus dueños, sus padres y los hijos de los hijos. La tarde no piensa su incendio, espera el café, la iluminación mecánica, deja que los zapatos corran con su propia suerte. La noche cae entera, y hay un color encendido que no nos deja percibir dónde comienza y dónde termina la penumbra.


Silvia Piranesi

www.escargotina.blogspot.com

1.6.09

El último lienzo

En su cerebro las ideas se precipitaban efervescentes y la perspectiva de traducirlas en trazos y volúmenes coloridos lo excitaba fuertemente. Desde hacía mucho tiempo no sentía palpitar con tal intensidad esa energía creativa que lo había convertido en uno de los pintores más cotizados de la región. Sin duda, ese era un buen día, las musas le sonreían y nada lo predisponía a la muerte y mucho menos a la macabra ironía a la que ésta daría lugar.

Sin perder más tiempo, saltó de la cama propulsado por un movimiento atlético en desfase con su edad, orinó en el lavabo (enojosa costumbre que le había costado un matrimonio), se puso un viejo jeans manchado de pintura y fue a la cocina a recalentar el café del día anterior. Luego colocó una rebanada de pan con mantequilla en la tostadora y miró la hora. Eran las 7:30. Un minuto más tarde el aparato expulsó un rectángulo crujiente en medio de una nubecilla de humo y el café comenzaba a hervir en la olla. Lo reenfrió ligeramente mezclándolo con un poco de leche y se lo bebió casi de un sorbo. Después tomó la tostada con sus dedos callosos y salió por la puerta trasera. Ésta daba a un gran patio en cuyo fondo, disimulado entre los árboles, él había hecho construir en madera un hermoso taller de artista. Mordisqueando el pan caminó descalzo sobre la hierba aún perlada por el rocío matinal y se detuvo unos segundos a contemplar el sol ondular entre las ramas de un enorme higuerón y a escuchar la cacofonía del canto de las aves y las chicharras. Era un día de verano más.

Entró al taller dejando una leve huella de humedad sobre las baldosas de tierra cocida. Casi inmediatamente percibió el olor de la terebentina que servía para diluir la pasta de óleo y buscó con la mirada el paquete de cigarrillos que había dejado ahí la víspera. Reclinadas a los muros se acumulaban algunas de sus obras más recientes, todas abstractas y sin firma. Sobre la mesa de trabajo había bocales repletos de finos pinceles de mirto de diversas tallas, espátulas, rasquetas y una paleta manchada con pigmentos resecos. Debajo de ésta encontró los cigarrillos. Encendió uno y luego puso en marcha una vieja radiograbadora abigarrada de trazas de pintura. Al instante un solo de violín resonó en el lugar con acentos tristes y misteriosos. Por unos segundos pensó en sintonizar algún noticiero, pero finalmente se decidió por la música aumentando su volumen.

Con el cigarrillo colgando de sus labios rebuscó en un rincón del taller y regresó con un lienzo de gran formato que colocó sobre el caballete abierto en mitad de la pieza. De la mesa de trabajo tomó una botella de vidrio y vació un hilo de terebentina dentro de un pequeño recipiente que fijó a la paleta por medio de una prensa especial. Luego escogió varios pinceles y los guardó en su mano. Esos gestos los había repetido cientos de veces pero hoy su corazón latía agitado, como si fuese la primera vez. Al sentarse frente a la tela vacía, no pudo contener una lágrima que le empañó la mirada sin saber por qué. Fue entonces que cerró los párpados, inhaló una gran bocanada de humo y se concentró en la melodía. Poco a poco comenzó a visualizarla, a traducirla en formas y ritmos coloridos que giraban con intensidad y armonía como en un calidoscopio. Justo cuando se disponía a abrir sus ojos para atacar la tela, oyó a sus espaldas una voz rugosa que dijo: “no nos gusta lo que pintás maricón” y amarrada a la última palabra, como formando parte de esa terrible frase, una detonación seca.

La trayectoria de la bala fue tal que le entró por detrás del cráneo, le salió por un ojo, atravesó el lienzo y se perdió en el fondo del taller. En su caída, el cuerpo del artista arrastró la mesa de trabajo y con ella los recipientes de cristal, que se reventaron contra el piso provocando un estruendo hiriente. La terebentina se inflamó instantáneamente al entrar en contacto con el cigarrillo que saltó de su boca crispada por el dolor y la incomprensión. Las llamas se propagaron con rapidez y el taller ardió como una inmensa hoguera, donde el crepitar de las maderas se confundió por un rato con las armonías melancólicas del violín.


Cuando llegaron los bomberos todo era cenizas. Todo salvo la tela que estaba sobre el caballete. Milagrosamente ésta se conservó, aunque algo chamuscada, con su hoyo de bala y sus proyecciones de sangre mezclada con sesos. La policía la recuperó y la depositó en las bodegas de la brigada criminal a la espera de una investigación. Pero el día en que un inspector quiso estudiarla no la encontró. Nunca supo cómo o quién la había sustraído, ni tampoco que había sido vendida a un macabro coleccionista… A precio insuperable.

Paris, 11-2-95

Eugenio Garcia © 2009

4.11.08

Discursos en el cincuentenario de la muerte de Don Joaquín

En días pasados, con ocasión del cincuentenario de la muerte de mi abuelo Don Joaquín García Monge, se me invitó a pronunciar dos discursos en diferentes actos conmemorativos. Como no soy muy bueno improvisándolos oralmente, decidí escribirlos. Los dejo aquí por si alguien quiere leerlos.

1) Discurso pronunciado en el Parque de Desamparados la mañana del 31 de octubre del 2008.


Queridos desamparadeños,

Don Joaquín una vez escribió: “Los nuevos desamparadeños quieran a su ciudad, hónrenla –si son buenos y útiles. Estudien y crean en alguien o en algo. Si de veras creen, si crean, Desamparados crecerá, para contento y honra de todos sus hijos”. Esto retoma una idea que él también formuló y que resume bien una actitud ante la vida que podríamos calificar de fructífera: “quien cree, crea y quien crea crece”, solía decir.

Hoy, al cumplirse exactamente 50 años de la muerte de Don Joaquín -un viernes también-, conmemoramos la desaparición de una de las personalidades más importantes, ya no solo de nuestro país, sino de la cultura iberoamericana. Pero su desaparición fue solo física, ya que su espíritu, hoy más que nunca, sigue vigente, aunque algunos no quieran verlo. Cuando él aconsejaba que creyéramos en algo o alguien, su gran modestia no le permitía decir que creyéramos en él, pero estoy seguro que nadie objetará que si alguien es digno de crédito, en este cantón es precisamente don Joaquín.

Creer en él, cincuenta años después de su muerte, significa necesariamente creer en sus palabras y en sus ideales. Creer en él implica conocer lo que dijo y pensó. Y Don Joaquín fue alguien que dijo y pensó mucho. Hay abundantes escritos que es necesario constantemente repasar y estudiar porque son inagotables fuentes de luces, de buenos consejos y de orientación. Son fuentes que no pasan de moda porque están basadas en principios eternos: la justicia civil, la libertad, la belleza y el bien. Creer en don Joaquín es un gran aliciente para crear obras inspiradas y por ese camino engrandecer a este cantón y a este país para beneficio de todos.

Hace 46 años, al develar el busto Don Joaquín que se encuentra en éste parque, mi padre terminó su discurso con unas palabras que hoy quiero recordar porque se trata de una labor pendiente y urgente. Dijo así: “se llegará a promover un verdadero nacimiento costarricense basado en el ejemplo de mi padre cuya vida fue realización de cordialidad para todos. De aquí puede partir la actitud cordial que por los visto adorna a pocos de nuestros compatriotas, y que generalizándose, les de la felicidad que nos falta. Cordialidad, cultura, bienes del espíritu que García Monge encarnó”.

En nombre y en representación de la familia os doy las gracias y que Dios y el Destino os sean propicios para alcanzar vuestros ideales”.

Hasta aquí la cita y con ella cierro ésta intervención. Muchísimas gracias por su valiosa atención.

2) El Ciudadano García Monge
(Discurso pronunciado en el acto celebrado el 31 de octubre del 2008 en la Escuela García Monge de Desamparados)

Estimado director; estimadas maestras, maestros y personal administrativo, estimados invitados, queridos niños y niñas. Es un orgullo para mí, hoy que se conmemora día por día el 50 aniversario de la muerte de Don Joaquín, dirigirles en nombre de nuestra familia unas palabras desde esta tribuna en la que tantas veces se le ha rendido tributo.

Por ser una ocasión especial me extenderé un poco más de lo acostumbrado otros años, así que les ruego paciencia.

Un gran admirador de su figura, el poeta Alfonso Chase, escribió una vez que Don Joaquín se fue convirtiendo en símbolo y nunca en leyenda porque “fue uno de esos hombres a los que se les podía ver, sentir y amar con la sencillez que brinda lo real y profundamente humano”.

Sin embargo, hace 50 años, Don Joaquín comenzó a ser también leyenda al desaparecer físicamente. Y como las leyendas con el tiempo crecen, se transforman y hasta se tergiversan, hoy nos encontramos con al menos dos actitudes bastante contrastadas con respecto a Don Joaquín: Una es la del elogio desmedido y otra la del cuestionamiento ácido y frío… académico. Ambas actitudes han surgido al desaparecer el contacto directo con aquel personaje “real y profundamente humano”, y más bien ellas se han ido retroalimentando una de la otra en una dinámica de círculo vicioso.

Por ello es bueno recordar y no perder de vista esa humanidad de Don Joaquín que siempre ha estado abundantemente presente en su obra y en los múltiples escritos que dejó para la posteridad. Está bien leer lo que otros han escrito sobre Don Joaquín, pero más importante es leerlo a él a través de los propios ojos para poder sentirlo en toda su fuerza, hablándonos directamente de corazón a corazón y de razón a razón, porque para él, mirar con los ojos de la inteligencia y los del corazón era mirar dos veces. Quizás de este modo podamos superar el elogio excesivo y la crítica descarnada y necia que tienden a aparecer con cada vez mayor frecuencia, y que finalmente llevan al mismo resultado: a opacarlo y a desvirtuarlo, porque en la lisonja o la suspicacia de buscar el pelillo en la sopa, se olvida el contenido real de su pensamiento y de su sentir.

Dentro de los escritos que revelan más claramente al hombre García Monge, está en especial su correspondencia. Uno de los más grandes aciertos de mi padre fue el haber publicado un epistolario selecto de Don Joaquín. También en el tomo de obras escogidas que él editó, hay cartas donde su personalidad modesta pero aguda es muy tangible, la misma que se transparenta en sus ensayos y en sus escritos literarios.

Al conocerlo de este modo íntimo, a través de lecturas directas, descubrimos verdaderamente la dimensión de Maestro que tenía García Monge, y al decir Maestro (así con M mayúscula) no me refiero simplemente a su profesión de educador o profesor –que está muy bien-, sino a una faceta más trascendental que es la de ser un verdadero guía espiritual, un guía laico que sin embargo nos revela en toda su amplitud el panorama espiritual del hombre. De él es la frase: “creo en el destino como Justicia, por encima de los dioses y de los hombres”. Y refiriéndose a los principios que guiaban su conducta y que le inspiraban profundo respeto dijo: “Si tal temor es el temor a Dios como principio de sabiduría, yo lo he sentido en mi vida de projimidad”.

Queridos niños y niñas, estoy diciendo cosas que tal vez muchos de ustedes no entienden y consideran enredadas. Incluso, tal vez algunos adultos de los que me escuchan las consideren así. No se preocupen si no lo han entendido antes porque ahora les diré en términos muy simples cuál es mi mensaje para ustedes niños y niñas. Lo que quiero decirles es esto: pídanle por favor a sus padres y maestros que los lleven de la mano por las páginas de lo que escribió Don Joaquín, si es que no lo han hecho ya. Pídanles que por favor les expliquen con palabras sencillas las ideas que él escribía, porque esas ideas es muy importante que ustedes las conozcan, las profundicen, las aprendan y finalmente las compartan. Es importantísimo, tan importante como aprender a sumar y restar. Son ideas que los van a ayudar enormemente en la vida, que les van a permitir más tarde ser hombres y mujeres de bien, ciudadanos muy valiosos, tal vez tan valiosos como lo fue el mismo Don Joaquín cuyo nombre lleva con gran orgullo esta escuela.

Pueden empezar por leer junto a sus padres y maestros cosas sencillas, textos cortitos. Muchos de los textos que escribió Don Joaquín eran breves. Cuando uno lee a don Joaquín es como aprender a andar en bicicleta. Al principio tal vez cueste un poquillo, pero poco a poco, entre más practiquen, más irán pedaleando con seguridad y finalmente podrán hacer paseos solos y llegar muy lejos. Es igual con Don Joaquín, entre más lo lean, más lo irán entendiendo y queriendo, más les irá pareciendo que lo que él dijo es justo, hermoso, valioso y útil. Y algún día, si siguen sus enseñanzas y sus consejos, llegarán muy lejos. Ténganlo por seguro.

Así que nunca olviden a Don Joaquín y quiéranlo con todo su corazón, porque él también quiso muchísimo a los niños y jamás los olvidó, ya que sabía que en los niños está el futuro de la patria. Creo que él fue uno de los que más quiso a los niños en nuestro país y por eso él editaba libros para niños y se preocupó enormemente del bienestar de los infantes, de su educación, de pulir su espíritu y su intelecto hasta sacarle brillos deslumbrantes; se preocupó de su futuro, se desveló y trabajó mucho para prepararlo a ustedes como ciudadanos de lujo, porque Don Joaquín mismo fue un ciudadano de lujo… un verdadero ciudadano de oro como hay pocos.

Mucho se ha dicho que él fue un gran editor de libros y revistas, un gran profesor, un buen escritor, alguien muy sabio y bueno, todo es cierto, pero esas cosas él las pudo lograr porque fue ante todo un excelente ciudadano, un ser humano lúcido y amoroso comprometido con su patria, fue alguien que estudio, entendió y amó profundamente a este país y que luchó incansablemente porque sus habitantes pudieran vivir vidas plenas y felices. También fue alguien que creyó sinceramente –y no se equivocó- en el rol fundamental de la cultura y de la educación como medios para el desarrollo humano. A Don Joaquín no le tocó vivir en la época de la televisión, de las computadoras y de la Internet, pero ello no quiere decir que sus enseñanzas estén pasadas de moda o que hayan perdido su valor. Creo que precisamente es todo lo contrario, hoy más que nunca su mensaje es fundamental y está vigente, porque lo que dijo o pensó lo ancló en la sólida roca de principios eternos que no fluctúan con los tiempos y las modas. El afianzó su pensamiento en lo más profundo y valioso del espíritu del hombre. Fue él quien dijo: “he creído en estos dos bienes supremos: la justicia civil y la libertad. Por ambos he luchado. Así como por la belleza y el bien”. Yo pregunto: “¿De qué nos sirve una sociedad que no tiene en cuenta la justicia, la libertad, la belleza y el bien?; ¿Qué le espera a tal sociedad?; ¿Cuál será el futuro de los niños en sociedades que no cultivan estos valores?”. No es casual que hoy día el mundo haya entrado en una profunda crisis ya no solo económica, sino ante todo moral y de consecuencias impredecibles, porque precisamente ha olvidado –o nunca aprendió- los valores más fundamentales del hombre y durante décadas únicamente ha escuchado los cantos de sirena del materialismo, de la codicia y del egoísmo.

Estimados maestros y maestras. Por favor no desatiendan mi llamado hoy que conmemoramos el cincuentenario de la muerte de don Joaquín. Yo sé que los programas escolares tienen sus exigencias y que a veces ustedes no disponen del tiempo necesario para enseñar lo mucho que deben enseñar, sé también que los reglamentos administrativos les imponen cosas, pero les pido simplemente que no olviden nunca que trabajar en esta escuela es ya no solo un gran orgullo para un verdadero educador, sino también un privilegio y que posiblemente la mejor forma de retribuir ese privilegio es que sigan estudiando profundamente, día tras día y año tras año, lo que pensó, dijo e hizo mi abuelo, y estúdienlo a fondo para poder desarrollar y transmitir mejor su mensaje. Solo así podrán mantener viva su llama y su sabiduría para bien de nuestro país. Es mi convicción que don Joaquín no ha muerto ni morirá en la medida en que ustedes, desde la trinchera del aula y la vocación docente, lo mantengan vivo. Esa es su profunda responsabilidad como educadores de esta escuela.

Nunca olvidemos estas palabras que escribió Don Joaquín a propósito de José Martí, ese gran patriota cubano y educador de niños: “Los maestros han de considerar su cargo como una función maternal o paternal comprensiva. “Quien dice educar ya dice querer”. No quiso (Martí) maestros de ronzal que llevan de la nariz a las podres criaturas” Y más adelante agrega Don Joaquín: “Que las escuelas enseñen a pensar (…) Educar es sacarle alas al alma. El alma educada aligera el vuelo, o el paso. Lo alegra también”.

Muchas gracias por su valiosa atención y ojalá que dentro de cincuenta años, al celebrarse el centenario de la partida de Don Joaquín, su mensaje sea una realidad viva en el corazón y las acciones de los mañana ciudadanos maduros, que hoy como niños, nos han escuchado. Nada nos impide soñarlo así. Muchas gracias de nuevo.

27.10.08

Bajo el aura luminosa de Don Joaquín

Don Fernando Faith, editor de "El Mentor Costarricense", me hizo una gentil invitación para participar en una edición conmemorativa del cincuentenario de la muerte de mi abuelo Don Joaquín García Monge. El siguiente texto es mi humilde contribución a su publicación.

Durante muchos años, ser el nieto de Don Joaquín García Monge solo significó para mí tener que acostumbrarme a vivir cerca de un montón de papeles de aspecto amarillento, acumulados en torres elevadísimas. Hablo de mi infancia -cada vez más remota-, cuando mi padre había acondicionado como bodega un viejo gallinero de madera aledaño a la casa de adobes que habitábamos en San Rafael de Escazú, bodega que durante lustros sirvió para guardar todo lo que mi abuelo había dejado al momento de morir pocos años antes de que yo naciera. En ese entonces yo no sabía muy bien qué eran aquellos papeles ni qué significado podían tener para mi padre, únicamente notaba que él pasaba muchas horas metido en aquel galpón desempolvando y organizando en pilas simétricas lo que para mí simplemente eran periódicos viejos destinados al comején. Y menos aún tenía yo idea de lo que representaba para la cultura hispanoamericana el nombre de García Monge.

Más tarde comprendí que lo que mi padre en realidad hacía era cuidar con gran esmero lo que había heredado: un verdadero tesoro cultural llamado “Repertorio Americano”, la revista que mi abuelo había editado prácticamente solo durante cuatro décadas. Pero tuvieron que pasar varios años y muchos eventos para que yo lograra hacerme una idea de su inestimable valor y de la noble pasta de la que estaba hecho su autor. Y es que mi padre, si bien era una persona muy educada, era igualmente muy parco en palabras y costaba que nos hablara de Don Joaquín. Había que interrogarlo para poder obtener algo de información que sirviera para reconstruir, como en un rompecabezas, la figura íntima de aquel gran hombre que, como lo escribió una vez Pablo Neruda, era “el hombre grande de la pequeña Costa Rica” (¡y aún hoy sigue siendo de los grandes!).

Pero entre aquellos papeles no solo había una colección completa y empastada del “Repertorio Americano”, sino también muchos números sobrantes y, por si fuera poco, una gran cantidad de documentos, manuscritos, cartas, obras gráficas y fotografías que dan testimonio de los lazos de amistad que unían a Don Joaquín con verdaderas glorias de las artes y las letras, ya no solo en nuestro país, sino también en toda América y Europa. También había muchos libros que habían pertenecido a la enorme biblioteca que llegó a acumular don Joaquín y que al momento de su muerte ocupaba nueve cuartos de la que fuera su casa y oficina en la avenida segunda, vivienda que un pariente de mi abuela le prestaba generosamente y que luego fue vendida y demolida para levantar el desaparecido bar y centro nocturno La Esmeralda, frente a lo que hoy es el edificio de La Caja Costarricense del Seguro Social (actualmente una pequeña placa en el patio de esa institución nos recuerda que al otro lado de la avenida se encontraba aquella casa) .

Pues bien, aquel tesoro con el que me fui familiarizando poco a poco, fue para mí la puerta de entrada al mundo de Don Joaquín. A partir de ahí, me dediqué a leer ya no solo sus escritos, sino también muchos de aquellos que le han sido consagrados. De manera que con el tiempo he podido ir profundizando aún más en su pensamiento, en sus valores y diría también que en su ser. Sin embargo, es tan ancha la esfera de sus intereses y de sus reflexiones, que aún hoy sigo aprendiendo muchas cosas nuevas sobre él y mi admiración por su figura no cesa de crecer.

Vida y verdad” se llamó la primera revista de Don Joaquín (editada en colaboración con Roberto Brenes Mesén antes del “Repertorio Americano”). Pues bien, el nombre simple de esa primera publicación resume cuál fue tal vez su anhelo más profundo y su forma particular de entender la existencia: vivir la vida con honestidad; vivir “en” y “por” la verdad; explorar cuál pueda ser esa verdad; decirla aunque sea dolorosa y traiga problemas; defenderla a capa y espada; hacer de ella un objetivo del ser; atar vida y verdad en un todo indisociable. No soy literato, ni editor, ni educador -tal como lo fue mi abuelo- pero aún así siempre puedo acudir a él como una fuente inagotable de orientación y fuerza para vivir mi vida en lo que tiene de singular, puedo hacer mío su anhelo y, de hecho, cada cual puede hacer lo mismo para aplicarlo a sus propias metas. Esto no quiere decir que yo comulgue con algunos que han querido recuperar a Don Joaquín para propagar ideas y proyectos dudosos o francamente torcidos, como ocurrió con cierto embajador estadounidense que hace unos años citó en la prensa (fuera de contexto) a don Joaquín para justificar la guerra de su país en Irak, o como ha ocurrido con otros que desde la llamada izquierda pretenden convertirlo en estandarte de sus luchas sin tomar en cuenta su dimensión cultural, humanizadora y axiológica, quedándose únicamente en una parcial y hasta vacía apreciación política de lo que él encarnaba.

En una ocasión cierto escritor nacional de renombre me hizo un comentario que revelaba incomprensión de lo que era don Joaquín y de mi forma de entenderlo, reflexión que saco a cuento porque tiene que ver con lo anterior. Dicho escritor –que por lo demás tengo en alta estima- me dijo algo así como ésto: “a vos la figura de tu abuelo seguro te hace una sombra enorme y te debe aplastar”. Pues bien, puedo decir que es exactamente lo contrario. La figura de mi abuelo no proyecta para mí ninguna sombra, sino luz… o si se quiere una hermosa aura luminosa que es remanso y guía, que es inspiración y consejo, que en suma es amparo y refugio. A ese respecto, lo que más me interesa recalcar como descendiente de Don Joaquín, es que todos podemos ser sus nietos espirituales y beneficiarnos de esa áura si así lo queremos. No me cabe duda que mucho ganaremos con ello. Recurrir a él está al alcance de todos los que quieran acercársele, leerlo, reflexionar sobre su pensamiento, su obra, su generosidad, su sabiduría, su ecuanimidad, su vida llevada con humildad pero riquísima en obras y en cultura. Por lo demás, todos podemos sentirnos profundamente orgullosos y dichosos de que un espíritu de su estatura haya nacido en nuestro país y de que haya realizado su titánica labor civilizadora de la forma más modesta, armado simplemente de grandes ideas, mayor generosidad y férreo tesón. Ahora que se cumplen cincuenta años de su muerte es un momento particularmente propicio para recordarlo y estudiarlo… aunque en realidad siempre lo ha sido y siempre lo será.

Nota: Al texto aquí reproducido le he hecho unas leves mejoras en el estilo y la redacción, por lo que presenta diferencias menores con respecto al que fue publicado en El Mentor.

19.9.08

De Viajes y Flores

El siguiente es el texto de presentación que he escrito para mi primera exposición fotográfica llamada "Viajes y Flores" y que he reseñado de otro modo en mi blog Tintaluz.

Siendo niño me parecía mágico recorrer las páginas del álbum de fotos de viajes de mi padre –y aún hoy me lo parece-. No es que él hubiera viajado mucho, pero sí había hecho estudios de medicina en Francia antes de la segunda guerra mundial y guardaba muchas fotografías de esa época, las cuales había cuidadosamente conservado y clasificado. Algunas representan vistas realmente magníficas de monumentos y lugares diversos y muchas están viradas a un hermoso sepia. Sin duda, de ahí viene mi gusto por la fotografía y cuando años más tarde tuve la suerte de hacer mis propios viajes, siempre procuré que una cámara me acompañara (aunque no siempre regresara conmigo como sucedió en un viaje a Argentina, donde al parecer me la sustrajeron mientras yo miraba embobado a una pareja bailar tango en la calle). Durante años utilicé cámaras convencionales y hasta tuve un cuarto oscuro donde revelaba y tiraba mis propias copias en blanco y negro, aunque también tomaba muchas fotografías en color. Luego vinieron las cámaras digitales, pero yo no creía mucho en ellas y solo juraba por la fotografía tradicional. Sin embargo, cuando la tecnología digital avanzó lo suficiente como para convertirse en un imparable tsunami que revolucionó todo, tuve que rendirme a la evidencia y reconocer sus altos logros. Pero aún así tardé un tiempo en comprarme mi primera réflex digital y no fue sino hasta hace un año aproximadamente que lo hice. Entonces pude experimentar directamente sus enormes posibilidades e instantáneamente quedé fascinado por ellas. El resultado es que comencé a vivir una nueva luna de miel con la fotografía y hoy casi no me explico cómo pude pasarme de su vertiente digital por tanto tiempo.

A pesar de tener muchos años de coquetear con la fotografía como aficionado e incluso de haber hecho algunos trabajos a nivel profesional, ésta es mi primera exposición formal. La he denominado simplemente “Viajes y Flores” y no tiene más pretensión que la de rendir un modesto tributo al humilde género que practicaba mi padre y que como he dicho fue el que me infundió la pasión por la fotografía, es decir, la llamada fotografía de viajes. La mayoría de las fotos aquí reunidas fueron tomadas digitalmente en Inglaterra este año, pero hay otras que fueron tomadas en España, Panamá y también Costa Rica. Pero como además, en mis travesías siempre topo con una flor que fotografiar -gracias a lo cual me he ido haciendo de una creciente colección de fotos de flores- por ello también he querido mostrar algunas de ellas. Y también porque probablemente en algún rincón de mi ser, existe un silencioso y enigmático diálogo entre esas fotografías de flores y una pequeña fotografía que un pariente le había tomado a mi padre y que me regaló luego de que él emprendiera su último viaje hace unos años… un viaje al que no podía llevar su vieja cámara… un viaje sin imágenes... un viaje sin retorno. En ese retrato se le ve muy sonriente y elegante con su saco y corbata, sosteniendo una rosa, casi como ofreciéndola. Es una foto tal vez algo cursi, pero para mí llena de encanto y sentido y por ello hoy ocupa un sitio de honor en mi casa. Las flores pues, también son un homenaje a mi padre que no coloco en jarrones fúnebres y que no se marchitará con el tiempo -cualidad maravillosa de la fotografía- sino que cuelgo en estas paredes tan gentilmente prestadas por la Casa Azul, a la que agradezco profundamente la invitación para participar en esta muestra fotográfica. Espero que la disfruten y muchas gracias por visitarla.

20.11.07

Comprando chayotes

Mercado al pie del acueducto romano
Montpellier, 2007

El sábado es día de mercado para los García-Gutiérrez. La idea es levantarnos temprano y, a pesar de que vivimos en Guachipelín, ir hasta la feria del agricultor de Pavas antes de que el sol caliente demasiado y de que los mejores productos vuelen. A mí ahora me gusta eso de ir a los mercados, pero no siempre fue así.

Recuerdo que de niño mi madre se empeñaba en que la acompañara al mercado Borbón, cuyo nombre entonces yo no relacionaba con ninguna realeza. Mientras mi padre se quedaba leyendo en el carro, ella se paseaba de tramo en tramo y yo, malhumorado y realmente asqueado del olor a verdura podrida que ahí se respiraba, la ayudaba a cargar unos bolsones de yute que se iban poniendo cada vez más pesados. Para colmo el hedor se impregnaba en ellos permanentemente, lo que constituía el mejor re-medio para que yo no me acercara a husmear por la cocina, que era el sitio donde mi madre los guardaba.

Luego me llegó la adolescencia rebelde y nunca más volví con ella a ningún mercado. Cuando finalmente dejé el nido parental para ir a hacer mis estudios en Francia, tuve que confrontar de nuevo la obligación de ir a hacer las compras, si es que no quería morir de inanición. Al principio, solo me abastecía en los supermercados estilo “Carrefour” u “Auchan”, donde todo viene herméticamente empacado y lo narcotizan a uno con una música de fondo adictiva. Pero cuando me casé y los apetitos se multiplicaron por tres mientras que los recursos no lo hacían en la misma proporción, tuve que volver a los mercados. En ellos los productos son definitivamente más baratos pero no de menor calidad. Contrariamente a lo que hubiera podido imaginar, fue entonces que comencé a tomarle el gusto al día de compras. Primero descubrí el colorido de toda aquella sinfonía vegetal dispuesta para el consumo y luego comenzaron a agradarme también lo que en el fondo eran sus aromas y no, como yo lo creía de niño, un olor a verdura fermentada. Poco a poco me fui volviendo diestro en cuestión de precios y mi ojo se fue aguzando lo suficiente como para poder juzgar de un vistazo certero de su calidad. Pero la que finalmente resultó ser para mí hasta hoy la mayor atracción de un mercado, es su gente. Muchas veces me paseo con la mirada puesta, no en la oferta de frutas y verduras, sino en las manos burdas de los vendedores y vendedoras o bien escudriñando sus rostros sencillos, así como el calidoscopio que componen los pasantes con sus múltiples apariencias. Creo que es en los mercados donde uno aprecia mejor a la gente en su fragilidad humana tan necesitada de alimento.

Tal vez contribuyó a esta evolución mía el hecho de que en Francia los mercados son realmente algo hermoso, surtido y concurrido. El mercado de la Bastilla era uno de mis preferidos. Ahí, además de una amplia oferta de vegetales, había varías pescaderías, queserías, panaderías y diferentes tramos con productos exclusivos de “provence”. Además, en él supe que un mercado podía incluso convertirse en un escenario artístico, cuando descubrí que era frecuentado por una mujer de fúnebres atuendos que cantaba viejas canciones francesas acompañándose de un organillo. Supongo que su heroína absoluta era Edith Piaf y de hecho su voz se le parecía. Pero también me gustaba el mercado de Belleville porque su colorido humano lo transportaba a uno de un brinco a África del Norte. Así, el francés afectado que uno podía escuchar en Bastille, daba súbitamente paso a un francés arabizado. Además, ahí los dátiles que tanto me gusta acompañar con un vaso de leche, eran pura miel y de calidad muy superior.

De regreso a Costa Rica y tal vez en parte por nostalgia, busqué las ferias del agricultor. La de Pavas es una de mis preferidas por su variedad y público. En ella he llegado a observar y hasta hablar con personajes bien interesantes: está el chancero de piel melancólica que fue zapatero y militante comunista en otra época; está la viejita vendedora de pupusas que no es salvadoreña sino rusa de Odessa y que parece sacada de una película de Einsestein; está también una rubia alta, huesuda y de mandíbula prominente -gringa, alemana o lo que sea- que se pasea como una giganta entre la muchedumbre con un sombrero de ala ancha que encuadra una mirada gris atrapada en una telaraña de patas de gallo; está la pastora evangélica que se desgalilla vanamente conminando a los jóvenes a dejar de escuchar rock metálico, seguramente por considerarlo satánico; está el abuelo tocado de un hermoso panamá que le saca melodías aproximativas a una marimba tembleque, mientras balancea su torso jorobado sobre unas piernillas flacas y abiertas como horquetas; está la madre desamparada que espera que alguien le ayude con una limosna para criar a su hijo paralítico y subnormal. Y cómo no mencionar al güachimán que no es otro que un muchachillo muy “pilas” que ha hecho grandes y visibles esfuerzos para salir de la drogadicción que lo consumía.

Lo único que detesto de ir a la feria es no tener “carrito”, porque inexplicablemente no hemos hecho por donde adquirir uno de esos bolsos con ruedas que sirven para halar las compras. El resultado de esa negligencia es que hay que estar yendo continuamente al auto a dejar lo que se vaya comprando, si es que uno no quiere terminar con los dedos seccionados por el peso de lo adquirido. La última vez no aguanté y una bolsa se me cayó justo antes de poder abrir la puerta. Las mandarinas rodaron por debajo del carro y en dos segundos, sin que yo se lo pidiera, tuve al güachimán semiacostado en el piso recogiéndolas.

Aún con todo lo que me gustan las ferias del agricultor, en esas condiciones siempre me resulta un alivio terminar las compras, y para premiar el esfuerzo de haber cargado pesados bolsones, invariablemente me bebo una pipa bien fría. En esas estaba el sábado antepasado cuando a un vendedor se le escapó un billete de lotería que fue a dar justo a mis pies por acción de una brisa prematuramente navideña. Yo me incliné para recogerlo y devolvérselo, pero pudo más la superstición y terminé comprándolo convencido de que la fortuna me estaba sonriendo de aquel modo zalamero y que no podía hacerle una trastada que jamás me perdonaría. Inútil explicar que no me gané un cinco, pero no que hoy tengo la maliciosa sospecha de que se trata de una probada técnica de venta utilizada por el vendedor de lotería. Aún así jugaré ese mismo numerito en el sorteo de navidad... Por si las moscas.

Pero de los mercados donde he tenido la oportunidad de abastecerme, mi favorito es el de Quepos, incluso aún más que el de Montpellier con todo y su maravilloso acueducto romano (ver foto arriba). Y es que aquel tiene la particularidad de tener lugar sobre el dique que separa a la ciudad del mar y es un deleite hacer las compras acariciado por la brisa marina. El ambiente es muy “cool” y a pesar del eventual calor que puede desatarse en cualquier momento lo mismo que un tsunami, es realmente placentero comprar chayotes arrullado por el continuo y apacible rodar de las olas. Al menos ahí, el tomarse una pipa fría al finalizar las compras, va mejor con el decorado.

17.7.07

Un Alto en Rocamadour

Algunos amigos nos habían desaconsejado ir a Rocamadour en nuestro periplo por Francia. “Demasiado turístico” dijeron. Para ellos esa circunstancia le restaba interés al sitio a pesar de que la leyenda cuente que el mismísimo Roldán, herido de muerte en la épica batalla de Rocevalles, lanzó al aire su espada Durandarte diciendo: “Donde caerá la espada, Rocamadour será”. Y si bien, a la manera de Excálibur, hay efectivamente una espada vieja y oxidada clavada en una pared rocosa a la entrada del santuario de la Virgen Negra de Rocamadour, le tomamos la palabra a los amigos y excluimos ese destino de nuestro itinerario turístico, aún si estábamos concientes de que pasaríamos por una ruta cercana.

Pero un retraso imprevisto en nuestro plan y una tormenta al anochecer nos hicieron cambiar de idea cuando a través del parabrisas furiosamente arañado por la lluvia, leímos con dificultad un letrero que decía: Rocamadour 6 KM. Inés y yo nos consultamos con la mirada y no me fue difícil adivinar que estábamos pensando lo mismo: Que sería mejor ir a pernoctar a ese lugar.

Rápidamente llegamos a L’Hospitalet, un sitio elevado desde el cual descubrimos a la luz intermitente de los relámpagos, la majestuosidad de Rocamadour, ciudadela medieval construida en la pared de un imponente acantilado de unos ciento cincuenta metros de altura a orillas del río Alzou. Jamás imaginamos que el lugar sería tan impresionante y eso nos hizo sentir contentos y seguros de nuestra decisión.

Bordeamos el cañón del río descendiendo y luego ascendiendo de nuevo y en pocos minutos estuvimos a la entrada del poblado. Al pasar la puerta amurallada, llamada “De la Higuera”, la tormenta arreciaba no solo con lluvia, viento y descargas eléctricas, sino también con una fenomenal granizada. Estábamos aparcando cuando notamos que la caída de hielo cesaba progresivamente y únicamente se mantenía un chaparrón de fríos goterones. A pesar de eso, bajamos del carro y comenzamos a caminar por estrechas callecitas en busca de un hotel. Si bien el meteoro era rudo y había oscurecido, eso no nos impedía ir admirando la belleza de las antiguas edificaciones de Rocamadour, sobre todo la de sus siete santuarios, construidos tan alto que parecían flotar sobre nuestras cabezas. Ellos ofrecían un espectáculo imponente, realzado por la pirotecnia de una rayería que por lo demás les daba un aspecto un tanto tenebroso, al estilo del castillo de Frankenstein en viejas películas monocromas.

Yo quería detenerme a fotografiar aquella escena, pero Inés estaba agotada y solo anhelaba dar con un albergue para descansar y refugiarse del aguacero. Así que apuramos el paso y pronto encontramos un pequeño hotel. Momentos después ya estábamos en una acogedora habitación merendando pan con queso acompañado de vino.

Al día siguiente me desperté muy temprano y como Inés aún dormía, bajé a las calles de Rocamadour con la intención de tomar algunas fotografías antes de que fueran invadidas por las hordas de turistas pronosticadas por nuestros amigos. A esa hora la luz era diáfana, como lavada por la lluvia de la noche anterior y en virtud de ello especialmente propicia para hacer tomas generales desde las alturas donde se encuentran los santuarios. Así que no lo pensé dos veces para trepar hasta allá.

Luego de una fatigosa ascensión por la empinada escalinata de doscientas dieciséis gradas que los peregrinos de antaño subían de rodillas, finalmente llegué a la pequeña explanada alrededor de la cual se erigen los siete santuarios: La Capilla románica de St-Michel, las Capillas de Juan el Bautista, St-Blaise y Ste-Anne, la Capilla de Notre-Dame, la Cripta de St-Amadour y la Basílica de St-Sauveur. Como uno lo esperaría de tanta santidad reunida, la atmósfera del lugar era de profunda paz. En un principio creí que me encontraba solo, pero pronto me percaté de la presencia de una mujer que a lo sumo tendría unos treinta años. No era especialmente bella pero llamaba la atención por su cabellera larga y rubia que llevaba suelta. Ella estaba sentada en las gradas que conducen a la Basílica y miraba un punto indefinido en el firmamento. Viéndola mejor, percibí que su rostro expresaba un intenso momento de concentración en algo inefable. Pero no había nada forzado en él, todo lo contrario: Parecía irradiar serenidad. También noté que a sus pies reposaba un estuche de violín. Súbitamente ella desvió su mirada hacía mí y me sentí como un intruso por haber turbado su recogimiento. Sin embargo me saludó con un discreto pero atento movimiento de cabeza, cortesía a la cual yo correspondí con una tímida sonrisa. La mujer volvió a su estado de absorción y yo me dediqué a admirar el lugar.

A un costado, abierta en la pared rocosa y resguardada por una valla metálica, estaba la gruta donde, se dice, fueron encontrados en el año 1166 los restos incorruptos de San Amadour. Durante unos cuatrocientos años estos permanecieron expuestos en una cripta construida bajo la Basílica, hasta que en 1562 la ciudadela fue saqueada por una horda de milicianos protestantes que profanaron el lugar y quemaron todo lo que pudieron, incluyendo el cuerpo de San Amadour. Muy cerca de la gruta, casi incrustada en el peñón, se erige la Torre-Porche de St-Michel, en lo alto de la cual son visibles algunos fragmentos de frescos medievales, en especial una hermosa Anunciación. Más allá se encuentra el portal de la explanada, el cual conduce a la calle de La Mercerie, estrecha arteria que en otros tiempos estuvo llena de casas de comercio que hoy se han transformado en residencias particulares. Finalmente, a mis espaldas, había un túnel que partiendo de la Basílica St-Sauveur lleva hacia un Camino de la Cruz que sube por una escarpada ladera sombreada de arces y desemboca en la llamada "Cruz de Jerusalén". Desde este punto se aprecia muy bien la antigua fortaleza del siglo XIV que defendía a Rocamadour por su flanco alto.

El conjunto arquitectónico de la explanada está construido en piedra alba y a esa hora de la mañana la luz reverberaba con suavidad en los arcos conopiales, pináculos y dinteles góticos. Me tomé el tiempo para hacer algunas fotografías y luego ingresé a la Basílica St‑Sauveur donde procedí de modo semejante, aprovechando que la delicada claridad matutina también se filtraba a través de los vitrales y alegraba con reflejos coloridos los rincones sombríos del templo. Continué mi recorrido accediendo por una puertecita lateral a la capilla de la Virgen Negra y al entrar me estremeció la intimidad y belleza del lugar. Ahí el silencio y la penumbra parecían fundirse con las paredes de roca que lucían como desgastadas por el murmullo de las plegarias que durante siglos los peregrinos habían elevado dentro de ellas. En la parte frontal, la antiquísima Virgen -que según la leyenda fue tallada nada menos que por San Lucas y traída de oriente por San Amadour- recibía una tenue luz de la pila de cirios que se encontraba al lado opuesto. El movimiento ondulante de aquel fulgor parecía imprimirle vida a su lánguido rostro de madera oscura.

Yo no soy creyente pero me sobrecogió tanto la atmósfera que se respiraba en la capilla, que con naturalidad me acerqué al austero altar tapizado con gobelinos y me hinqué delante de la Virgen. Por algunos minutos permanecí así, sintiéndome observado por sus ojos impenetrables e inexpresivos. Nunca antes había experimentado un impulso semejante y no sé si me volverá a ocurrir, solo sé que me estaba arrodillando frente a algo más que trozo de madera de apariencia tosca: me estaba arrodillando frente a la fe ciega de quien lo había esculpido; frente a la religiosidad de quienes habían construido aquel lugar tan fascinante y frente a la de tantos otros que llegaron ahí a rendir tributo a la Virgen. Tal vez millones de peregrinos anónimos de todas las épocas se habían postrado frente a ella como yo lo hacía. Entre aquellos de quienes la historia guarda memoria destacan algunas cabezas coronadas: Luis IX de Francia, Enrique II de Inglaterra o Blanca de Castilla; hubo también religiosos como San Antonio de Padua, Santo Domingo o San Bernardo, además de incontables personalidades de múltiples órdenes venidos de todas las direcciones señaladas por la rosa de los vientos. Me impactaban los grilletes que un antiguo prisionero había colgado ahí a manera de ex-voto o la maqueta de un buque que algún marino agradecido había izado entre las ojivas de la techumbre y que parecía navegar a toda vela. Me interpelaba la brutal conversión que dentro de aquel recinto experimentó el compositor Francis Poulanc y traté de escuchar lo que los muros narraban desarticuladamente a propósito de ciento veintiséis milagros consignados en un libro del siglo XII. No sé si oré, sencillamente me entregué al silencio sin pretender comprender nada. Me rendí a aquel momento hecho a la vez de intensa presencia y de profundo vacío. Medité.

Cuando finalmente salí de la capilla por otra puerta que da directamente a la explanada, vi de nuevo a la mujer del violín. Aunque ahora iba acompañada de un hombre alto y barbudo. Ambos me dieron la impresión de ser un par de turistas más y pensé que era hora de irme. Pero me equivocaba. No sabía nada aún de la sorpresa que indirectamente me tenían reservada. Al penetrar ellos en el santuario que yo recién abandonaba finalmente me encontré solo al exterior. Permanecí ahi, reclinado a una balaustrada, mirando un fresco casi enteramente borrado por el tiempo en el que hoy únicamente son visibles dos esqueletos que parecen combatir entre sí. Aquella extraña escena me hacía rumiar con mayor intensidad mis sensaciones, cuando me di cuenta de que había olvidado hacer cierta fotografía dentro de la Basílica. Por esa razón volví a ella, tomé el cliché y al salir quise hacerlo transitando nuevamente por la capilla de la Virgen para disfrutar una vez más de su particular atmósfera. Pero al retornar me topé con un escenario imprevisto: No solo la pareja seguía ahí, sino que la mujer había sacado su violín mientras que el hombre preparaba una pequeña grabadora. Comprendí que ella iba a tocar en ese lugar. Sin pedir permiso para escucharla, me adosé contra uno de los muros a la espera de que comenzara.

Después de afinar su instrumento, la mujer miró por algunos segundos la estancia con la misma expresión que le había observado en la explanada y tras una profunda respiración deslizó con energía el arco sobre las cuerdas del violín. El efecto fue sorprendente: La capilla se reveló de pronto como una poderosa cámara acústica donde las notas resonaban con gran fuerza, estremeciendo "la campana milagrosa" que pendía del techo, la misma que ciertos marineros, perdidos en altamar o a punto de naufragar, juran haber oído antes de ser inexplicablemente salvados. La música era de una factura perfecta y comenzó a recrear en mis oídos extintos paisajes medievales cargados de nobleza y melancolía. Eran como los de un cuadro de Brueghel hecho melodía. Pero ese fue solo el inicio. Luego vinieron varias sonatas de Bach y entonces no me cupo ninguna duda: Aquella mujer era una profesional consagrada que manejaba el violín con absoluta exquisitez. Tal era la gracia e intensidad de su interpretación que me sentí muy conmovido y por mis mejillas lentamente comenzaron a despeñarse lágrimas de devoción, pero no hacia una divinidad abstracta, sino hacia la infinita capacidad del ser humano para elevar su espíritu y producir belleza. La violinista blonda hizo una breve pausa, observó a la Virgen bruna y luego me dirigió una mirada amable a la que yo respondí inclinando la cabeza en signo de agradecimiento. Enseguida el hombre que la acompañaba se le unió entonando unos hermosísimos cantos en inglés con una voz perfectamente educada y agradable al oído. Era evidente que él era un virtuoso del arte lírico. En ese momento me sentí sumamente dichoso de estar ahí gozando del clímax sublime de aquella ofrenda musical.

Pero a la vez me apenaba mucho que Inés no estuviera conmigo para compartir un momento tan singular, por lo que sigilosamente salí de la capilla con el objetivo de traerla. Bajé lo más rápido que pude la Gran Escalinata de los Peregrinos y de camino me la encontré desayunando en una cafetería. Le conté brevemente lo que había presenciado y me la llevé de inmediato a los santuarios para que lo viera con sus propios ojos, o mejor dicho, lo oyera con sus propios oídos. Pero al llegar a la explanada, jadeantes y sudorosos, nos encontramos con otro tipo de sonoridades muy diferentes: Una marejada de visitantes entraban y salían de la iglesia y de las capillas haciendo gran ruido; sus guías vociferaban que los siguieran por aquí y por allá y varios comerciantes de los alrededores comenzaban a abrir sus tiendas y a sacar chucherías en medio de un gran estruendo de aldabas que se retiran, de cerrojos que rechinan y de mostradores que se preparan. Yo no me explicaba cómo la tranquilidad de aquel lugar se había perdido tan rápidamente. Era como si un trasatlántico repleto de turistas hubiera encallado en medio de los santuarios. En ese momento repicó una campana que confundí con la campana mística de Rocamadour ¿Sería un buen augurio para nosotros? Entramos en la capilla de la Virgen pero ni la violinista ni el cantante estaban ahí. En su lugar había muchos ancianos que hacían destellar sin ton ni son el flash de sus modernas cámaras digitales. La magia se había esfumado y a aquella pareja de músicos, acaso de ángeles, no la volví a ver. Hoy los rememoro para no rendirme aún a la tesis contenida en una libertina paráfrasis de Sartre, según la cual “el infierno son los otros... turistas”.

9.6.06

La caminante de Montmartre

Abrazo en la niebla (Eugenio García © 2006)

Cierta tarde de una fecha de la cual no tengo ya el recuerdo, llovía sobre Paris. Desde mi ventana en el sexto piso del N° 15 de la Rue de Cloÿs la precipitación semejaba un velo grisáceo cayendo vertical sobre los tejados de las buhardillas. Hacia el norte, donde comienza la llanura de Saint Denis, el fastuoso y vanguardista Stade De France era apenas una silueta espectral. Si miraba directamente hacia abajo, en dirección del café esquinero ubicado frente a mi edificio, podía ver la lona verde que servía de techo a la terraza completamente esponjada de agua.

Quien no haya tenido la dicha o la desgracia de ver llover sobre Paris difícilmente comprenderá el fuerte sentimiento de melancolía que tal escena puede provocar. Quizás solo el poeta Cesar Vallejo la pudo retratar indirectamente cuando escribió su célebre verso: “Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”.

Esa certeza tranquila no era la mía aquel día en el que todo significaba, por el contrario, incerteza, desasosiego puro. Algunos problemas personales que no merecen ser mencionados eran la causa de aquel marasmo y yo me debatía conmigo mismo sin poder encontrarles solución. Realmente me sentía atrapado y no solo no encontraba la respuesta sino que no le encontraba sentido a nada y mucho menos a la vida.

De pronto, cansado de darme contra las paredes exiguas de mi estudio y posiblemente como un reflejo de sobrevivencia espiritual me lancé a la calle, caminando bajo la lluvia hacia donde mis pasos quisieran llevarme. En razón del fenómeno lluvioso las aceras estaban desiertas, aunque era curioso porque realmente no había siquiera un alma con paraguas y tampoco se veían automóviles circulando.

Comencé a subir hacia las alturas de Montmartre a partir de la Rue de la Fontaine du But buscando alcanzar la parte trasera de la Basílica del Sacré Coeur a través de tortuosas callecitas bordeadas de balcones y enredaderas. No llevaba mucho recorrido cuando la lluvia cesó de pronto y el sol se asomó a través de una fisura en el cielo plomizo. Su luz se derramó como una claridad lechosa sobre el pequeño viñedo de Montmartre, el único que aún queda en la capital y de cuyas uvas heroicas todavía se produce vino.

Seguí ascendiendo, marchando sin prisa sobre los adoquines relucientes de agua y sol que semejaban espejitos de piedra de los cuales escapaban tenues filamentos opalinos producto de la evaporación de la humedad. Cuando llegué a espaldas de la Basílica noté que tampoco había gente en las calles aledañas, lo cual era sorprendente porque normalmente están repletas de turistas de todas las nacionalidades. Instintivamente me dirigí hacia la explanada frontal donde termina la imponente y elevada escalinata que comienza cerca del carrusel de la Place Saint Pierre. Mientras pasaba al lado de la iglesia miré su cúpula así como sus altas torres blancas y me parecieron gigantescos velámenes henchidos por la luz solar que de forma tan imprevista había comenzado a brillar.

Es sabido que desde la explanada del Sacré Coeur se tiene la mejor vista panorámica sobre la ciudad. Sin embargo, al llegar ahí, yo no lograba apreciar la magnificencia del espectáculo por estar todavía sumido en mis propias brumas negras. Casi automáticamente me acerqué a la balaustrada contigua a la escalinata y justo en ese momento observé que una anciana sencilla y pulcra venía subiendo a paso muy lento. Le faltarían unos cinco escalones cuando se detuvo exhausta y al mirar hacia arriba sus ojos vidriosos e inmemoriales se encontraron con los míos. Inmediatamente me tendió su mano en silencio como pidiendo ayuda. Tras breves instantes yo me acerqué y le brindé la mía para que pudiera alcanzar la explanada. Al subir el último peldaño me dijo “Merci Monsieur” con una voz resquebrajada por el tiempo y prosiguió despacio hacia la iglesia. Mientras la miraba alejarse pensé en la extraña coincidencia que significaba haber estado ahí justo en el momento preciso para ayudarla. Yo y no otra persona lo había hecho, porque a esa hora y en ese lugar, normalmente tan concurrido, sencillamente no había nadie más. Esa experiencia justificó mi existencia aquella tarde y me sentí sumamente dichoso por ello. Me di cuenta de que más bien era yo quien debía agradecerle a la viejita caminante y no ella a mí. Y también me sentí agradecido hacia mis problemas por haberme sacado de mi estudio, y con la lluvia por alejar a los turistas y con éstos por ser tan obedientes. Incluso me sentí agradecido con la escalinata de Montmartre por ser tan empinada. Sospeché en ese momento que todo estaba concatenado y que tenía un misterioso sentido. Con razón o sin ella, lo cierto es que desde entonces no he vuelto a perderle el gusto a la vida. Miré hacia Paris y al instante la belleza sublime de los rayos solares filtrándose a través de una espesa maraña de nubarrones y cayendo oblicuos sobre la ciudad-luz me cortó el aliento.

Foto y texto: Eugenio Garcia © 2006

1.5.06

Crónica Maternal sobre un Brigadista

Me gustaría presentarles a mi madre: mami para mí, o Pibe como le decía mi recordado padre. En realidad se llama Etelgive, extraño nombre que también da pie para que muchos la llamen Etel. Parece ser que Ethelgive (con h intercalada) fue el nombre de una santa hija del rey Alfredo de Inglaterra que fue abadesa de Saftesbury y que murió allá por el 896. Pero para algunos estudiosos, el origen y sentido más remotos de Ethelgive se hallan en un antiquísimo nombre alemán que significa “noble regalo”, donde Ethel indica nobleza. Así, el nombre de mi madre aludiría, por cualquier costado que se le mire, a ese maravilloso don: la nobleza.

Con sus 74 años a cuestas mami aún ejerce con pasión su profesión de fisioterapeuta, carrera que inició hace más de medio siglo tras haberla estudiado en México. Antes se había graduado de enfermera aquí en Costa Rica, habiendo hecho un esfuerzo monumental para salir de la extrema pobreza en la que había nacido. En su larguísima carrera ella ha curado de ciáticas, gibas y esguinces a miles de personas. Por sus milagrosas manos han pasado niños y ancianos, campesinos y presidentes, así como afamados artistas y deportistas. Desde los más tullidos por causa de algún grave accidente hasta los afectados de tortícolis por estirar demasiado el cuello. A todos los ha atendido con la misma entrega, sin hacer distinciones de ningún género.

No es de extrañar que el frecuentar a tanta gente le haya permitido conocer muchas historias y que su pasatiempo preferido sea contar cuentos. Sí, cuentos de todo tipo, siempre muy largos, detallados y a tal punto imbricados que con frecuencia no se sabe dónde empiezan y dónde terminan. Algunas narraciones son para dormir de pie como dicen los franceses y otras están llenas de suspenso y emoción, unas son tristes y otras hilarantes. Las hay también increíbles o extrañas, pero todas son verídicas. A menudo son aventuras de paralíticos, de lisiados, de mancos y moribundos, de hospitales y de curiosos males.

Su momento preferido para contarme anécdotas es durante las comidas o bien a la hora del café. A pesar de su prodigiosa memoria, mami a veces rebobina la cinta y se repite, aunque en otras ocasiones sorprende con alguna vieja novedad si me aceptan la expresión. Así fue en una reciente y lluviosa tarde de invierno, cuando, entre sorbos de café con leche, me contó la historia de Américo.

Corría el año de 1978 y mami trabajaba en el Hospital México. Ahí llegó cierto día un joven de unos 27 años llamado Américo Rodríguez (o tal vez Rodrigues, con ortografía portuguesa). Lo habían trasladado en ambulancia desde Liberia y venía gravemente herido. Tenía un hueco purulento que atravesaba de lado a lado su pantorrilla derecha y tal era la magnitud del daño que hasta le faltaban secciones de la tibia y del peroné. También sufría de otra herida en el brazo que lo obligaba a llevar un yeso. Pese a las atenciones médicas que se le brindaron durante semanas, la espantosa herida de la pierna no daba signos de mucha mejoría. En cambio, la herida del brazo sanaba con más rapidez, por lo que alguien recomendó que al menos se procediera a rehabilitarle aquel miembro. Mi madre, quien recorría varios pisos atendiendo pacientes, fue la designada para esa tarea. Al llegar a la habitación de Américo se encontró con un hombre sumamente galán, delgado y de ojos claros. Tenía el tipo europeo según su expresión y hablaba con un extraño e indefinible acento, pero lo hacía con dulzura y propiedad, demostrando ser una persona culta y gentil.

Con el paso de los días, Américo le fue revelando a mi madre algunos detalles de su vida por lo que supo que al parecer era hijo de un matrimonio formado por un francés, ejecutivo de Air France y una portuguesa, matrimonio que lamentablemente había terminado en divorcio años atrás. También se enteró de que Américo, aparte del español, manejaba cuatro lenguas más, entre ellas el ruso, idioma que utilizaba ocasionalmente para comunicarse con una doctora originaria de aquellas latitudes.

A pesar de sus modales suaves y refinados, propios de los salones aterciopelados de la vieja Europa, la herida de Américo había sido originada en la más nefasta y violenta de las circunstancias: en la guerra. Y es que era la época cuando en Nicaragua los sandinistas combatían a Somoza y los aviones del dictador respondían con napalm. Tiempos aciagos y heroicos en que el pueblo nicaragüense, ayudado por muchos internacionalistas, se había alzado en armas contra el sátrapa. Fue en el frente sur (cerca de la frontera con nuestro país) donde, según Américo, una granada propulsada le había traspasado la pierna. Dichosamente el explosivo no había estallado en ese momento, sino a varios metros, los suficientes como para que apenas unas pocas esquirlas hirieran su brazo.

Américo no sabía muy bien cómo lo habían sacado de Nicaragua y llevado hasta Liberia, el caso era que de ahí había pasado a manos de mi madre y ella lo atendía con ciencia y paciencia. En realidad, por aquellos años, esa situación se repitió con cierta frecuencia y no era raro que heridos de uno y otro bando llegaran a los hospitales de San José siguiendo la misma ruta que el joven europeo. Así por ejemplo, a mi madre también le tocó ocuparse del temible Capitán Diablo, estratega de Somoza con treinta especialidades militares y graduado nada menos que de West Point, según él mismo afirmaba. Este hombre había entrado al hospital con un balazo en la nalga el cual le había tocado el nervio ciático y le provocaba terribles dolores, peores que los chuzazos de un tridente.

Con el tiempo se fue tejiendo alrededor de Américo un aura de misterio y fascinación. Se especulaba mucho sobre su rango y papel en la guerra contra Somoza, máxime que a menudo recibía solapadas visitas de gentes con las que conversaba largamente en voz baja y asumiendo un aire de gravedad. Esa circunstancia, unida a la figura y carisma de Américo, terminó por despertar en el hospital la curiosidad y admiración de algunas damas. Una de ellas, seguramente esgrimiendo propósitos muy altruistas, llegó un día a hacerle una visita furtiva. Pasados unos minutos se oyeron en el cuarto del paciente unos gritos. Era él llamando a grandes voces a la enfermera de guardia y urgiéndola a venir cuanto antes. Cuando la enfermera, muy alarmada y temiendo alguna desgracia, entró corriendo a la habitación, se encontró con una despampanante mujer parada frente a la cama del joven. Se trataba de una de las trabajadoras sociales del hospital. “Por favor enfermera -dijo Américo- saque a esta mujer de aquí, que yo no quiero enredarme con mujeres casadas”. La trabajadora social, muy digna y sin que la enfermera tuviera tiempo de exigirle explicaciones, salió de la habitación. Pero justo al traspasar el umbral de la puerta se volvió y le dijo a Américo en tono comedido y dulce: “Puesto que guerra querés, guerra tendrás”. Hay declaratorias de amor que pueden sonar amenazantes y sin duda ésta era una, pero no salía de la boca de una Mata Hari somosista, sino del corazón de una mujer apasionada que olvidaba que este hombre venía precisamente de la guerra y que la convención de Ginebra exige un trato humanitario hacia los heridos en combate.

Como el chismorreo en los hospitales se propaga más velozmente que una epidemia, mi madre muy pronto se enteró de aquel incidente, pero ella, asumiendo una actitud reservada, nunca le preguntó ni le comentó nada al apuesto insurgente.

A los pocos días, apareció en el cuarto de Américo un doctorcito con gabacha blanca como la usan todos los doctorcitos: impecable y bien aplanchada. Venía a anunciarle al joven una importante noticia. Como casualmente mi madre se encontraba en ese momento estimulando su maltrecha musculatura, le tocó oír entonces lo que el galeno venía a informarle:

- “Papito, ¿sabe qué?...
- ¿Qué doctor?
- Fíjese que muy pronto va a salir de aquí”.

Al ver que Américo estallaba de júbilo el doctorcito añadió:

- Pero no se emocione tanto, que no es lo que usted está pensando.
- ¿No me está diciendo que me van a dar de alta?
- No precisamente, lo que pasa es que la trabajadora social que se ocupa de su caso rindió un informe donde lo califica a usted de... Sociópata... Así que ya casi se lo llevan al hospital psiquiátrico.
- ¿Quéee?
- Así como lo oye, la ambulancia del Chapuí está por llegar, viene a buscarlo.
- Pero si yo no estoy loco.
- Yo sé.

El primer misil del la trabajadora social, consecuencia de su referida “declaratoria de amor”, había sido lanzado y volaba con precisión quirúrgica hacia su blanco. Mi madre, que como sabemos estaba al tanto de lo ocurrido con ella (bueno, nunca se conocerán todos los detalles), se alarmó muchísimo y se golpeaba la frente buscando una solución para evitarle a Américo la camisa de fuerza. El doctorcito le dio una ayuda al explicarle que si ella podía conseguir un traslado a otro lugar, talvez él podría firmar su salida anticipada. Al instante mi madre se fue corriendo a campo traviesa por un potrero ubicado detrás del Hospital que colindaba con las instalaciones del Centro Nacional de Rehabilitación (CENARE). Iba en busca de la única persona que sabía tenía el poder y la disposición de ayudarla: El doctor Araya (que en paz descanse), amo, señor y gestor de aquel importante centro y quien era una especie de protector para ella, dado el respeto que se inspiraban mutuamente. Al contarle lo que estaba pasando con Américo, el valiente patriarca se indignó como es natural en un noble carácter y declaró que era un relajo que se llegara a tales extremos en el hospital. Enseguida tomó un bolígrafo y firmó la autorización de admisión del paciente a su unidad. Además, la coronó con la orden de que apenas llegara le fuera asignada, en prioridad, una cama. Mi madre regresó volando a donde estaba el doctorcito quien a su vez suscribió la salida y traslado del joven combatiente tal y como le había dicho. Con discreción y rapidez se le preparó una ambulancia que sólo tuvo que consumir unas pocas gotas de gasolina para rodear los terrenos del complejo hospitalario y llevar a Américo a su nuevo destino. Fue así como el muchacho pudo escapar, por un pelo y por un chisme, al destino que la sociedad y sus trabajadoras sociales enamoradizas reservan a quienes califican como sociópatas y locos. Mi madre, para no llamar mucho la atención, en vez de acompañar a Américo en la ambulancia, se fue caminando hasta el Centro de Rehabilitación. Allá tenían al guerrillero sentado en una camilla arrimada a los amplios ventanales de una sala que daba al jardín. Al verla, el joven se desbordó en agradecimientos y declaró que, en vista de que ella se había portado tan maternalmente con él, a partir de ese momento la iba a llamar mamá. Entonces yo, de rebote y por decreto revolucionario, me gané en ese acto un improbable hermano.

Acababa mi madre de despedirse de Américo y de circunvalar el jardín cuando se encontró con la señorita M, una colega y buena amiga de temperamento jovial y coqueto. M era además la madre de un niño de unos 7 años, que llamaremos Luisito. Mami le contó que acababa de dejar en el Centro a un muchacho muy especial y galán. Ante la mirada curiosa de M, mi madre le señaló a lo lejos su figura, que se veía como la de un triste Quijote tras el ventanal y le preguntó:

- ¿Ves a aquel muchacho sentado en una camilla?
- ¿Aquel flacucho que fuma?
- Sí.
- ¿Qué pasa con él?
- Bueno, vieras que muchacho tan interesante. Ojalá te toque rehabilitarlo.
- A no, a mí que me pongan otro... ese está muy esquelético.

M dio media vuelta y se fue sonriente. Mi madre se encogió de hombros y siguió su camino. Sin embargo, a los días se volvió a topar con M quien al verla se le acercó efusiva:

- “Etel, no sabes lo que pasó”.
- No ¿Qué fue?
- Fijate que el otro día me tocó ir a hidroterapia y vi de cerca al muchacho que me mostraste el otro día, lo tenían en la piscina... Está guapísimo.
- ¿Y no que era un flacucho?
- ¡Qué va! Vieras como me miró... Casi me derrito... Voy a ocuparme de él porque creo que esto fue amor a primera vista.

Dicho y hecho. La señorita M comenzó a ayudar a Américo y en poco tiempo su brazo se recuperó casi por completo. Sin duda, los sentimientos que experimentaban el uno hacia el otro coadyuvaban muchísimo y aceleraban lo que normalmente es un lento proceso de rehabilitación. En vista de ello, muy pronto le dieron el alta a Américo, pero bajo la condición de seguir frecuentando el CENARE para tratar su pierna, la cual aún no terminaba de sanar. Antes de partir, Américo le pidió a M su dirección y número de teléfono y ésta, halagada, accedió a dárselos. En lo sucesivo siempre fue Américo quien la visitó en su apartamento y cuando no podía la llamaba y conversaba largo tiempo con ella preguntándole por Luigi, tal como él llamaba a su hijo Luisito, con quien se había encariñado mucho.

Por razones de seguridad, Américo jamás dormía más de dos días seguidos en la misma casa. Y es que los meses habían pasado y los sandinistas habían ganado mucho terreno. Como consecuencia de ello, de este lado de la frontera los ánimos se habían caldeado. Américo y el grupo de partidarios que le brindaban apoyo tenían fuertes razones para temer por su integridad física. La aprehensión fue más fuerte el día que a Américo, estando en el CENARE, lo llegó a ver un ortopedista quien en vez de preocuparse por su salud le dijo entre dientes y con rabia contenida: “¡Qué te voy a curar yo cuando los estamos masacrando a todos! A mí no me interesa que mejorés carajo, lo que me interesa es que te murás”. Estaba claro que ese doctor era un abierto simpatizante de Somoza y bien podía tener contactos con sus nefastos secuaces en Costa Rica.

A pesar de que Américo recibía apoyo material de parte de sus camaradas, a veces no tenía ni para comprarse un paquete de cigarros. En tales circunstancias, mi madre cada vez que lo veía, le ponía 20 colones en el bolsillo de la camisa para “mantenerle el vicio”. Él le decía entonces: “Gracias mamá, es usted muy bondadosa”. Pero así como no tenía para los cigarros, menos tenía para comprarse ropa y el pobre vestía con unas horribles camisas aguadas y mal cortadas que los compas le habían regalado un día con muy buena voluntad. Tal era su desgraciado aspecto, que la señorita M se lamentó amargamente de no tener dinero suficiente que ofrecerle a Américo para que pudiera comprarse una ropita más bonita. Ver a su amiga tan impotente le partió el alma a mi madre y a la primera oportunidad puso en el bolsillo de Américo, ya no los 20 colones de rigor, sino un billetito de mil para que pudiera comprarse una mudada más digna de su novia. El joven se acongojó mucho y no quiso el dinero, pero ante la avasalladora insistencia de mi madre terminó por aceptarlo pronunciando su solemne “gracias mamá, es usted muy bondadosa”. Sin embargo, esa fue la última vez que mi madre vería a Américo. Al día siguiente no llegó a recibir tratamiento como era su costumbre, ni tampoco el subsiguiente. Por su parte, M no volvió a recibir su visita ni sus llamadas. Ambas mujeres comenzaron a preocuparse mucho por Américo ¿Lo habrían matado? ¿Lo habrían secuestrado? Con esas inquietantes preguntas en mente vivieron muchas semanas de zozobra. Hasta que un día se enteraron, por medio de un joven sandinista que trabajaba en la farmacia del hospital, que a Américo lo había llegado a buscar a la salida del CENARE un auto con vidrios oscuros y placa diplomática. Se trataba de un vehículo de la embajada rusa que lo había trasladado a Lomas de Ayarco, donde se encontraba la residencia del embajador. De ahí, Américo había sido sacado del país con rumbo a Panamá. Sin embargo, era difícil creer que los soviéticos lo habían llevado de compras a ese país. Evidentemente otro era el propósito.

Sabiendo al menos que Américo seguía con vida, mi madre y M pudieron respirar un poco más tranquilas. Aunque no lograron evitar la tristeza de no verlo y no tener noticias de él.

Entretanto llegó julio de 1979 y con él el triunfo de la revolución en Nicaragua. Managua era una fiesta y los muchachos sandinistas habían entrado en la capital armados de fusiles y machetes. Por todo lado se veían camiones cargados de combatientes, que afluían de los distintos frentes. Por doquier flameaba la bandera roji-negra y los tiros al aire de las metralletas celebraban la victoria. Ese día, según cuenta mi madre, el Capitán Diablo lloró amargamente en su habitación.

Luego llegaron los años ochenta y no se había vuelto a saber nada más de Américo. Hasta que cierto día la señorita M recibió una llamada:

- Mirá, soy yo, Américo.
- ¡Américo! Pero por Dios ¿Qué te habías hecho? ¿Dónde estás?
- Ahorita no puedo explicarte, es una historia muy larga. Pero cuéntame: ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está Luigi? y ¿Cómo está mi mamá?
- Todos muy bien gracias.
- ¡Qué bueno! Me tranquiliza mucho saberlo. Mirá, de mí nada más te puedo decir que estoy en Nicaragua... Quiero que vengas cuanto antes... Quiero que traigas a mamá la próxima semana. Serán mis invitadas.
- Pero Américo ¿Cómo te desaparecés por años y de pronto llamás para pedirme una cosa así? Me parece difícil poder ir... Tengo muchísimo trabajo.
- No hay excusa que valga... Te vuelvo a llamar en una semana. Debes tenerlo todo arreglado.

La llamada fue muy breve. M estaba conmocionada y enseguida se comunicó con mi madre para anunciarle la noticia. Ella celebró muchísimo el acontecimiento pero le explicó a M que no podía aceptar la invitación de Américo porque acababa de volver de vacaciones y le era imposible tomar dos períodos tan seguidos. Además, durante ese tiempo había hecho un largo periplo por oriente y se había quedado prácticamente sin ahorros; aunque sí le alcanzaron para avanzarle a M los trescientos dólares que le eran necesarios para el viaje.

Al principio M estaba confusa, pero a la semana, cuando Américo la llamó como le había prometido, M tenía preparado el viaje. Su buena disposición tornó radiante la voz de Américo, aunque moderó sus emociones cuando M informó que mamá no podía ir.

- ¡Qué lástima!, me hubiera gustado mucho tenerla aquí conmigo. Pero ella está bien ¿verdad?
- Bueno sí, aunque hay un detalle.
- ¿Qué detalle?
- Resulta que un oftalmólogo le descubrió unos cuerpos extraños en el fondo de la retina, son unos crecimientos que semejan cristales de azúcar y que en poco tiempo la podrían conducir a la ceguera.
- Esa es una muy mala noticia. No hay que dejar que eso suceda, hay que tratarla inmediatamente. Dile que se venga contigo y yo la mando a Rusia con todos los gastos pagados.

Mi madre escuchó conmovida la propuesta que Américo le hacía llegar a través de M, pero aún así no podía aceptar. ¿Qué pasaría con su trabajo? ¿Con su familia? Imposible ir. Por su parte, M tomó al día siguiente un avión que la llevó directamente a Managua. Allá la estaba esperando un jeep con oficiales armados, el cual iba escoltado por otro vehículo. La comitiva recorrió a toda prisa la tórrida capital nicaragüense y pronto comenzó a subir por sus colinas, hasta llegar a una mansión rodeada con amplios jardines y provista de una hermosa piscina. Ahí vivía Américo. Al bajar del carro y verlo M enmudeció: Iba vestido con un traje de fatiga, se había dejado crecer la barba y una boina negra cubría su cabeza. A su paso, los soldados se cuadraban y le dirigían un estricto saludo militar. M deseó en ese instante que el tiempo retrocediera y pudiera ver a Américo como lo había visto las últimas veces: Vistiendo aquellas horribles camisas que le habían regalado sus camaradas, pero que al menos tenían la virtud de darle un aire más amigable y familiar que el sombrío verde olivo que ahora usaba. Pasada la primera impresión, M reaccionó y finalmente ambos se fundieron en un estrecho abrazo.

Llegado el tiempo de la plática reposada, Américo le hizo un recuento de lo sucedido desde la última vez que se habían visto. En realidad no era mucho. Estando en Panamá había podido sobrevivir gracias a los mil colones que le había regalado mami. De ahí había sido llevado a Cuba, donde los médicos dictaminaron que lo mejor sería trasladarlo a Alemania Oriental para practicarle un injerto óseo, ya que su pierna seguía delicada. Ese país gozaba de un alto nivel en medicina y tras algunos meses de convalecencia Américo pudo recobrarse completamente. Al terminar ese período estuvo listo para regresar de nuevo a Nicaragua y cumplir su misión con la Revolución Sandinista.

Tras el recuento Américo le expuso a M sus planes, los cuales eran sumamente serios: Deseaba casarse con ella y llevársela a vivir a Nicaragua. También quería encargarse de la educación de Luigi.

Esa noche M no durmió por lo mucho que lloró. Se sentía tan contrariada. Aquel hombre que le pedía matrimonio era y no era el Américo del que ella se había enamorado. ¿Quién era en verdad este militarote que la había puesto a dormir con dos soldaderas que hacían guardia delante de su puerta? Lo amaba, cierto, pero ella no podía vivir así. Su vida era mucho más simple y llana. ¿Cómo iba Luisito a crecer en ese contexto? No, era imposible. Ella no podía aceptar su propuesta de matrimonio.

Al día siguiente y con grandes ojeras causadas por el desvelo, M fue a visitar a Américo en la oficina que él tenía instalada en su misma casa. Iba decidida a rechazar su oferta y regresarse a Costa Rica. Cuando estaba por entrar, dudó de su fortaleza. ¿Finalmente aceptaría? Pensó de nuevo en Luisito y su futuro. No lo quería ver crecer en un ambiente militarizado. Sintió que le volvía su fuerza de voluntad y entró a la oficina.

La charla fue breve pero cordial. Aunque la decisión de M le causaba gran tristeza, Américo la entendió y respetó su voluntad. Por su parte M sintió que se descargaba de un enorme peso y espontáneamente se le ocurrió sacarle una foto a Américo con una cámara que traía en el bolso. No quería una foto posada, sino una que fuera muy natural y que constituyera un bonito recuerdo. Sin que el hombre se diera cuenta ella sacó su cámara, se llevó el visor al ojo, llamó la atención de Américo y cuando éste alzó su mirada, ella apretó el botón. Al instante, Américo se levantó como un resorte del escritorio y le pidió con autoridad que por favor le diera la cámara.

- Pero ¿Qué pasa? ¿Porqué?
- Tengo prohibido que me tomen fotos.
- Pero no tiene nada de malo.
- Saca el rollo de la cámara y me lo das... No es que las fotos sean malas, es sencillamente un asunto de seguridad.
- Pero es que esta es una foto para tu mamá... Ella me la pidió.

Américo pareció dudar unos instantes:

- ¿Ella te la pidió?
- Sí.
- Bueno, en ese caso puedes llevársela. Pero no me tomés ninguna otra.

M no dijo nada. En un momento en que Américo caminaba por el jardín, M alcanzó a tomarle una fotografía más sin que él se diera cuenta. Se desplazaba perfectamente. Nadie hubiera dicho que había sufrido una grave herida, que casi le arranca la pierna y de la cuál tanto le costó recuperarse.

Los adioses fueron rápidos. Américo asumió todos los gastos y al llegar de nuevo a Costa Rica, M le devolvió a mi madre el dinero que tan generosamente le había prestado.

- Cuando le tomé esas fotos y él reaccionó como reaccionó, supe que no me había equivocado rechazando su propuesta matrimonial.
- Ojalá así sea.
- Es que en realidad no sé quien es Américo. Seguramente sospechás que ese no es su verdadero nombre. Él me contó que se lo había cambiado muchas veces, pero jamás me dijo cuál era el verdadero.

M había enviado a revelar el rollo y las dos fotos que le había tomado a Américo habían salido bien. La primera se la entregó a mi madre tal y como le había dicho a él y la segunda se la dejó ella. Sin embargo, no era cierto que mi mamá le hubiera pedido esa imagen, aunque ciertamente la recibió con gratitud porque apreciaba mucho al joven. Como ella es un tanto desordenada, por muchísimo tiempo el retrato anduvo dando tumbos entre sus papeles. Incluso alguna vez lo perdió de forma que ella creyó definitiva, y luego lo volvió a encontrar.

Veintisiete años después de los acontecimientos aquí narrados, al terminar de oír la historia de boca de mi madre, le pregunté:

- ¿Tenés la foto por ahí?
- Sí claro.

Ella se levantó con sorprendente agilidad y fue a su gabinete. Pensé que era una gran dicha que nunca hubiera perdido la vista tal y como le habían pronosticado los médicos. A los pocos minutos apareció con el retrato y me lo entregó.

Me coloqué las gafas y lo examiné detenidamente. La foto había perdido su color original y sus tonos se habían vuelto pastel. En ella aparece un hombre joven en traje de fatiga color verde olivo. Su camisa es de manga larga pero no la lleva arremangada. El hombre mira con cierto aire de sorpresa hacia el objetivo. Sus ojos, tal y como había contado mi madre, son claros, posiblemente verdes y de aspecto “dormido”, según se le llama a ese tipo de ojos que caen hacia los costados. Su rostro es alargado. Lleva además una espesa barba negra y una boina del mismo color. Pero no la usa de lado como suelen hacerlo los militares, sino recta, lo que le da un cierto aire naif o divertido al personaje. Me llama la atención el gesto de la boca que parece decir “Hey ¿Qué estás haciendo?” Además, el hombre está con los brazos cruzados delante de sí y tiene apoyados los codos sobre el escritorio, lo que lo obliga a curvarse ligeramente en una actitud despreocupada que acentúa el detalle de la boina. Parecería casi un adolescente en su pupitre de colegio. Sobre la mesa de madera, muy sencilla, se distinguen un libro, un cenicero con una colilla de cigarro, un tajador y algunos papeles sin orden visible. También parece haber un estuche de anteojos (no lo afirmaría con certeza) y una regla. Al fondo, hacia el costado derecho, se ve el extremo de una ventana de forma hemisférica, muy al estilo de las que se pusieron de moda allá por los años cincuenta. Las paredes lucen totalmente desnudas y están pintadas de blanco. El conjunto provoca una impresión de gran austeridad.

- Como ves era muy galán -dice mi madre-.
- Sí, ¿Y nunca más se supo de él?
- Bueno, muchos años después supimos que se había casado con la hija de un somocista.
- Mirá vos ¡Qué irónico!
- Pobre M, creo que sufrió mucho con esa historia. En el fondo le tenía miedo a aquel hombre que nunca le había revelado su nombre y que sin embargo le había contado que pertenecía a las brigadas rojas.

Yo, que seguía viendo la foto con interés, levanté inmediatamente la mirada y fijé a mi madre sobre las gafas. Parecía pensativa mientras observaba la lluvia caer en el jardín:

- ¿Qué estás diciendo? ¿A las Brigadas Rojas?
- Sí.
- ¿Pero vos sabes lo que eran... O son las Brigadas Rojas?
- Unos guerrilleros.
- Bueno, eran algo más que simples guerrilleros.

En efecto, las Brigadas Rojas era un grupo subversivo nacido en Italia en los años setenta, que pretendía desestabilizar al estado italiano a través de diversas acciones violentas. En esa década, y en la siguiente, se distinguieron por una serie de atentados y aún recientemente se han atribuido la responsabilidad de algunos asesinatos políticos, como el de Massimo D’Antona en 1999, o el del asesor del Ministro de Trabajo italiano Marco Biagi, en el 2002. Pero su acción más espectacular, fue el secuestro y posterior asesinato del ex primer ministro italiano y presidente del partido democratacristiano, Aldo Moro, en 1978. En pocas palabras, “Le Brigate Rosse” practicaban con maestría algo que está muy de moda: El terrorismo.

Pero si Américo era un brigadista ¿Habría que concluir forzosamente que también era un terrorista? ¿Tendría entonces razón la trabajadora social cuando había calificado a Américo de sociópata? El silogismo no era tan fácil.

Queriendo responder a estas preguntas e intrigado por saber qué habría sucedido con Américo desde entonces, por la noche me dediqué a hurgar entre los muchos documentos que sobre los brigadistas se encuentran en Internet. En realidad no encontré nada concreto sobre Américo, pero sí un par de casos sorprendentes que eventualmente podrían tener una estrecha relación con el suyo.

El primero es el de un tal Leonardo Bertulazzi, alias Lino o Stefano, arrestado en Argentina en el 2002 a petición del gobierno italiano. Este hombre de 51 años había sido juzgado en ausencia y condenado en Italia a 27 años de cárcel por varios delitos cometidos en los años setenta y relacionados con sus supuestas actividades como encargado de logística de las Brigadas Rojas: Asociación ilícita, banda armada, falsificación de documentos, secuestro de personas (concretamente del industrial Pietro Costa) y actividades subversivas. Seis meses antes de su arresto, Bertulazzi había llegado a Argentina tras haber hecho un largo recorrido en moto por Latinoamérica en compañía de su esposa alemana, trayecto que habían iniciado en El Salvador. A pesar de no contar con su registro de entrada a esta última nación, la policía dio por descontado que Bertulazzi había vivido ahí durante diez años usando una identidad parcialmente falsa, puesto que en su pasaporte figuraba su apellido, pero asociado al nombre de un hermano suyo ya fallecido.

En tierras salvadoreñas, Bertulazzi se había ganado la vida trabajando como diseñador gráfico para una ONG llamada Pro Vida y dedicada a obras en el campo de la salud comunitaria, mientras que su esposa ejercía su profesión de médico para esa misma organización. Las informaciones disponibles no explican dónde residió la pareja antes de 1992, pero llama la atención que el supuesto año de su instalación en el Salvador, coincida con la puesta en práctica de los acuerdos de Paz en ese país, pero sobre todo con la derrota electoral del Frente Sandinista en Nicaragua, tan solo un año y medio antes. Una requisa policíaca en el apartamento de la madre de Bertulazzi en Italia, había dado como resultado el hallazgo de unos pines y una papelería del Frente Farabundo Martí (ideológicamente emparentado con el Frente Sandinista), lo que dio pié a que se ligara a las Brigadas Rojas con esa organización a través de Bertulazzi y de la ONG Pro Vida. Respondiendo a esa acusación, una diputada del Frente Farabundo Martí había dicho a la prensa que el hallazgo no probaba nada, ya que pines y papelería de su partido circulan abundantemente por el mundo…

Luego del arresto de Bertulazzi también circuló por el mundo una petición clamando por su liberación, la cual fue firmada por más de cien personalidades encabezadas por el célebre lingüista norteamericano Noam Chomski. Sin embargo, seguramente no fue ese documento el que pesó para que se excarcelara al brigadista al cabo de ocho meses, ni tampoco los alegatos de que él y su esposa habían hecho múltiples obras de caridad a su paso por Latinoamérica (lo cual nadie desmiente), ni que se diga que en Italia nunca se le persiguió por crímenes de sangre, sino el hecho de que según la legislación argentina, la extradición no procede cuando el país solicitante, en este caso Italia, ha realizado previamente un juicio y condenado en ausencia al sujeto que se quiere extraditar. Se aplicó, en definitiva, lo que en 1993 ya se había aplicado al caso de Augusto Cauchi, un neofascista italiano también refugiado en Argentina y vinculado al mortífero atentado a la estación ferroviaria de Bolonia, que en 1980 había dejado un saldo de 85 muertos. No obstante ese antecedente judicial, el gobierno italiano apeló de la decisión, y a Bertulazzi se le negó el derecho a salir de Argentina hasta que la Corte Suprema de Justicia no se pronunciara definitivamente, decisión sobre la cual no aparece, hasta hoy, noticia en la red.

Si Américo no era en realidad Américo sino un brigadista de nombre desconocido, entonces el hombre que mi madre había atendido no era franco-portugués, como decía serlo, sino italiano. El “Luigi” con el que trataba a Luisito lo indicaba claramente desde el principio. Tanta cercanía entre algunos rasgos de la vida de Bertulazzi con lo que sabía de Américo (edad, nacionalidad, militancia, relación con Alemania -a través de una esposa y una convalecencia respectivamente-) me llevaban a figurarme que ambos hombres no eran más que el mismo. Al ver las fotos de la captura de Bertulazzi que aparecen en Internet, encontré un gran parecido entre su físico y el de Américo en el retrato que me había mostrado mi madre: el mismo rostro alargado, la misma barba, los mismos ojos “dormidos”. Sin embargo, no podría decir con toda certeza que se trate del mismo hombre. Uno es un jovenzuelo con boina y el otro un hombre maduro con canas y anteojos. La página que el sitio Web de la Policía Italiana dedica a Bertulazzi me deja aún más perplejo por la nueva coincidencia que añade a las anteriores: Ahí se especifica que en el año 1977, es decir, unos meses antes de que mi madre tratara a Américo, Bertulazzi había sufrido graves heridas cuando un artefacto explosivo que estaba preparando le había reventado en las narices.

¿Dónde estaría este hombre antes del 92? Según Roberto Sandalo, ex integrante “arrepentido” de “Prima Linea” (otra organización radical italiana), quien vive hoy en Kenia huyendo de las posibles venganzas de sus excompañeros, en Nicaragua al menos 5 brigadistas fungieron como suboficiales del ejército sandinista. La historia de Américo demuestra que en al menos un caso ésto es cierto. Aunque la tesis resulte hipotética, es factible imaginar que Bertulazzi haya también vivido en Nicaragua hasta 1992, de donde habría pasado por tierra a El Salvador evadiendo los puestos de control fronterizos, lo que explicaría que las autoridades de migración salvadoreñas no hayan registrado su ingreso. Si bien la identificación de Américo con Bertulazzi no es posible con base en lo expuesto, tampoco es descartable a priori.

Pero como decía más atrás, el caso de Bertulazzi no es el único caso sorprendente que encontré, porque también está el de otro importante brigadista refugiado en Nicaragua: Se trata de Alessio Casimirri, igualmente de 51 años. Este hombre quien aún hoy en día vive en Managua y es dueño de un restaurante de especialidades marítimas llamado “La Cueva del Buzo” es, según la justicia italiana, el único integrante del comando de 16 personas que secuestró y asesinó a Aldo Moro y a sus guardaespaldas que nunca fue capturado. A Casimirri, al igual que a Bertulazzi, se le juzgó y condenó en ausencia con base únicamente en el volátil testimonio de un “arrepentido”. Sin embargo, la pena de Casimirri es aún más pesada que la de Bertulazzi: Cadena perpetua. Todas las gestiones que el gobierno italiano ha hecho hasta ahora para extraditar a Casimirri y obligarlo a cumplir su condena han resultado infructuosas. Y lo han sido porque, en el año 2004, la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua denegó esa posibilidad en razón de que no se puede extraditar a nacionales, situación que se explica porque Casimirri se convirtió en ciudadano nicaragüense tras haber contraído matrimonio con Raquel García Jarquín, con quien ha procreado tres hijos.

Para tratar de variar el parecer de la corte, los italianos han divulgado la versión de que Casimirri habría entrado en Nicaragua con documentación falsa y usando una identidad ficticia, tras lo cual habría recibido la protección de los sandinistas. Pero Casimirri ha contradicho esa versión, sosteniendo que él entró legalmente, y bajo su propio nombre, en un vuelo de Aeroflot vía París-Moscú en el año 83.

En una entrevista concedida a Joaquín Torres, periodista del Nuevo Diario de Nicaragua, Casimirri ha contado algunos detalles interesantes de su vida: Hijo de Luciano Casimirri, un destacado soldado italiano que luchó contra los nazis en el frente griego y cuya historia quedara plasmada en “La Mandolina del Capitán Corelli” (una película protagonizada por Nicolas Cage y Penélope Cruz), Alessio creció dentro de los muros del Vaticano, ya que su padre de soldado pasó a ser el portavoz de la Santa Sede durante treinta años (del 47 al 77), trabajando al lado de Tommaso Casimirri (el padre de Luciano y abuelo de Alessio), quien fuera Secretario del Estado Vaticano por cincuenta años (hasta el 57). Así que el futuro brigadista, siendo niño, fue regañado por el mismísimo Papa Juan XXIII cuando hacía demasiado ruido al jugar en los jardines pontificios. Quizás fue esa una buena razón que más tarde lo llevó a convertirse en rebelde, pero no sin antes haber hecho la primera comunión nada menos que con Paulo VI, momento que Alessio Casimirri recuerda con frescura, porque según le prueba al periodista Torres, aún conserva una foto de la audiencia privada que el Papa concedió a su familia aquel día.

En otra foto, esta vez más reciente, se ve a Casimirri sosteniendo los huesos de una mandíbula de tiburón con un aire de satisfacción. Es un hombre corpulento, atlético. Trato de imaginarme a Américo a través de su figura, pero las correspondencias no son tan fáciles como en el caso de Bertulazzi. Sin embargo, tampoco se puede decir que los dos hombres no sean el mismo. Si al igual que Casimirri, Américo se hubiera dedicado desde los años 80 al buceo profesional y a comer mariscos, tal vez habría desarrollado una corpulencia y una caja toráxica similar a la suya.

Casimirri, en sus declaraciones a la prensa, ha alegado fervientemente ser inocente de los hechos que se le imputan (tanto en lo tocante al secuestro y asesinato de Moro como al hecho de haber usado una falsa identidad para ingresar a Nicaragua), y sólo acepta haber militado en las Brigadas Rojas hasta el momento del caso Moro, acción que no compartió y que lo alejó definitivamente de la organización. Pero, para justificar su anterior militancia, utiliza una analogía un poco falaz, al decir que para un italiano de aquellos años pertenecer a las Brigadas Rojas era como para un nica participar en el frente sandinista; comparación que pasa por alto que los brigadistas eran solo unas pocas centenas de individuos tratando de desestabilizar un régimen democrático, mientras que los sandinistas eran miles de hombres, mujeres y hasta niños luchando contra un tirano de la peor calaña, quienes, además, eran respaldados masivamente por su pueblo y por la comunidad internacional.

Pero lo que me resulta más interesante en las declaraciones de Casimirri, es que asegura que el propio día del secuestro de Moro, el 16 de marzo del 78, él se encontraba convaleciente en un centro de educación física y rehabilitación, aunque no dice dónde. ¡Inmensa casualidad con el caso de Américo! Si él y Casimirri no fueran más que la misma persona, entonces mi madre podría ser una testigo clave para exculpar a Casimirri de los severos cargos que se le atribuyen. Suponiendo un instante que ambos hombres sean el mismo ¿Porqué entonces Casimirri no cuenta dónde estuvo convaleciente? Mi única explicación es que decir eso pondría por los suelos su versión de que entró legalmente en Nicaragua en el año 83, lo que constituiría un serio argumento para que la Corte Suprema de Justicia del vecino país revise el caso y, probablemente, dé marcha atrás en su decisión, sin que por otro lado Casimirri tenga a mano una sólida garantía de que la justicia italiana va a reconsiderar su expediente. Especialmente ahora que la sentencia condenatoria se encuentra firme.

Posiblemente nunca sabré si Américo era en realidad Bertulazzi, Casimirri u otro personaje, lo cierto es que su historia, que en algún momento se cruzó con la de mi madre, me resultó sumamente atractiva desde el momento en que ella me la narró, porque encarnaba en un destino individual algunas de las más grandes encrucijadas por las que atravesaba la humanidad en aquellos años, en especial la guerra fría y el idealismo revolucionario. Todo eso se desvaneció con el tiempo y quedó simplemente la historia (en todos los sentidos de la palabra) de una mujer noble que atendía por igual a unos u otros, sin importar su condición, sin considerar a qué bando pertenecían. Reflexionar al respecto, darme cuenta de la fragilidad de los contextos en que se desenvuelven los hombres y de la precariedad de sus ilusiones me llevó, aquella misma noche, a esbozar un texto que comenzaba con estas palabras: “Me gustaría presentarles a mi madre... ”.

Bogotá, 21 de agosto del 2005

PS. Hay casualidades que lo dejan a uno pensando si son tales, situaciones en la vida que caen de perlas sin que se sepa por qué. Yo comencé a escribir la anterior crónica en Costa Rica y la terminé en Colombia a donde había sido invitado, junto con mi compañera Inés, a una boda. De regreso a San José, el avión en el que viajábamos no pudo aterrizar el aeropuerto Juan Santamaría por causa del mal tiempo y fue desviado a Nicaragua. Como Inés tenía un negocio pendiente en ese país, decidimos aprovechar y quedarnos un par de días en Managua para concluirlo. Al bajarme del avión ni me pasó por la mente la historia de Américo, pero al llamar a mi madre para decirle que me quedaba allá, ella me preguntó si iba ir a La Cueva del Buzo, el restaurante de Alessio Casimirri, hombre del que yo ya le había hablado. Sin pensarlo dos veces le dije que sí, que era una excelente idea y que con suerte averiguaría algo sobre Américo.

Al segundo día, después de indagar un poco dónde quedaba el restaurante, me presenté en el negocio en compañía de Inés. Yo llevaba en mente un plan muy definido de cómo abordaría a Casimirri para no crear en él excesiva reticencia ni desconfianza: En primer lugar, en ningún momento debía mencionarle a las Brigadas Rojas. Por respeto a su pasado tampoco le preguntaría directamente si era Américo. Más bien le explicaría lo que le había ocurrido a ese hombre y el papel que había jugado mi madre en su rehabilitación. También le diría lo mucho que ella lo apreciaba y recordaba. Si Casimirri era Américo, entonces se reconocería de inmediato en lo que yo iba a narrarle y quedaría en su esfera de voluntad confirmármelo si así lo deseaba. Pero si no lo era, entonces él debía entender que yo lo buscaba en tanto que italiano que tal vez, por casualidad, sepa algo de un compatriota.

Apenas entramos al restaurante reconocí a Casimirri quien se encontraba atendiendo a unos clientes. Era más bajito de lo que había imaginado viendo las fotos de la prensa y noté que llevaba con gallardía un espeso bigote negro. Esperé que terminara con sus clientes y me presenté siguiendo las pautas que me había fijado. Casimirri me escuchó con atención y cuando acabé me apartó un poco y me preguntó sobre el tipo de herida que había recibido Américo. Luego de responderle me dijo con humor, y con un fuerte acento italiano, que seguramente el Altzheimer estaba haciendo estragos en su memoria, porque no recordaba haber conocido a ningún coterráneo suyo llamado Américo, sin embargo sí pareció interesarse bastante en lo que yo le había expuesto y me dijo que podía tratar de investigar más al respecto. Yo le agradecí mucho su oferta y le dejé mis teléfonos por si averiguaba algo.

Inés y yo nos quedamos en el restaurante tomándonos una cerveza que ella acompañó con unos mariscos y yo con una ensalada caprese. Ambos eran buenos platillos. Mientras yo saboreaba el mío me dediqué a observar a Casimirri quien se desplazaba de mesa en mesa con aire paternal, atendiendo personalmente a sus clientes a pesar de contar con varias saloneras. No noté que renqueara, ni tampoco ningún tipo de cicatriz en su brazo; más bien se veía un tipo sumamente saludable. Pensé que si Casimirri era Américo, mi madre, la señorita M y los demás médicos y enfermeras que lo habían tratado, sin duda habían hecho un muy buen trabajo. En determinado momento, Casimirri se sentó en una mesa cercana a conversar animadamente con una familia de italianos. Me pareció que hablaban sobre literatura y también de política.

Finalmente Inés y yo pagamos lo consumido y nos dirigimos al parqueo. Casimirri salió en ese momento a despedirse de los italianos y, para mi gran sorpresa, también de mí. Y no lo hizo sin antes repetirme que iba a tratar de averiguar algo sobre Américo. Yo le agradecí de nuevo su gentileza y lo felicité por la calidad de su restaurante. Un cordial apretón de manos selló el encuentro.

Hasta la fecha, el teléfono en casa de mi madre no ha timbrado, pero podría ocurrir en cualquier momento. Al igual que sucede con las demás cosas de la vida, sólo el tiempo tiene la última palabra.

San José, 17 de septiembre de 2005

Eugenio Garcia © 2006